Retiro

Charlemos seguros

El asegurador

Los que no quieren, los que no pueden y los que no deben.

Quienes nacimos entre 1960 y 1980 pertenecemos a la generación X.   Somos hijos de los baby boomers y padres de los millennials, lo cual resulta  una combinación harto interesante.

A los X  nos tocó una época de consumismo exacerbado, el inicio del internet, el auge  del .com de los años noventa y la aparición y extinción de tres reliquias: el  CD, la computadora de escritorio y los teléfonos de casa.

A diferencia de los   baby boomers, los X  logramos adaptarnos al acelerado cambio, pero con mucho esfuerzo y sin   dejar de asombrarnos por las nuevas herramientas, dispositivos y aplicaciones; no fue para nosotros  algo natural, como para nuestros hijos, quienes han vivido desde que nacieron la nueva realidad de comunicaciones, información, redes sociales y procesos tecnológicos.       

Nos tocó también atestiguar el surgimiento del VIH Sida,  el mal que acababa con poblaciones enteras; y ahora enfrentamos el cambio climático y el reconocimiento del efecto de las acciones de nuestra generación y la de nuestros padres, reprobadas enérgicamente por nuestros hijos.

A los   X también nos está tocando   vivir el reconocimiento social de la identidad sexual de quienes salen del absurdo clóset en que se refugiaban por  la más absurda intolerancia de todos los días. ¿Y qué decir de los reclamos de las mujeres agraviadas por el acoso y la discriminación sufridas durante años?  Hoy contemplamos las cosas desde el otro lado, confinados al vagón posterior del metrobús para evitar que nuestros instintos animales lastimen a las mujeres, quienes paradójicamente invaden con frecuencia el vagón “masculino”, espantadas por la agresividad de las féminas que se revuelven en su vagón exclusivo, empujando e insultando a quien se resista.

La mayoría de los X  llega a los 30 sin hijos, pero son rápidos para acumular obligaciones en el afán  de cumplir con el mandato paterno y social de intentar compaginar vida familiar, vida laboral, aficiones y amigos, para cambiar el concepto de éxito y darle  un enfoque particular que los convenza. Quienes nacimos en los años sesenta todavía vivimos   las secuelas de la entrega total al trabajo y la creencia de que la empresa nos proveerá de todo lo necesario…  siempre y cuando entreguemos alma, vida, corazón y 14 horas diarias hundidos en tareas sobre el escritorio.

Y, de repente, cuando teníamos las respuestas, el panorama nos anuncia un horizonte muy distinto: en  algunos años nos retiraremos, sea lo que sea lo que eso signifique, con la imagen del anciano, sólo en nuestro interior, que deja el trabajo con la cabeza ya encanecida  y el chaleco gris manchado de café, para sentarse en un sillón del que ya nunca se levantará.

Los cincuenta son los nuevos cuarenta, ¡caramba!, y los sesenta seguramente serán el inicio de una época de realización personal  gracias al ejercicio matutino y nuestras aficiones de alto y bajo riesgo como indicadores de nuestra vigencia. Sin embargo, el retiro ya no se ve tan lejos.

La publicidad de alguna afore  nos anuncia que ahora sí podremos “hacer lo que queramos”. El enfoque es un poco anticuado, sin que ello impida nuestra identificación con el hombre que con pinceles y paleta de colores pinta un atardecer frente al lago. No somos millennials,  quienes siempre han vivido con otras prioridades: si el trabajo se interpone entre el viaje a Europa o el retiro místico, no dudan en dar las gracias, tomar el dinero ahorrado y emprender la aventura. No hay “Trabaja ahora y vive después”, sino “No dejes de vivir  de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos”. Inteligencia emocional a tope, sin duda.

Lo bueno es que muchos   X hicimos lo que nos gusta desde que empezamos a trabajar: retos interesantes, cambios de empresa y actividades a  tope con plena realización. Otros, menos afortunados, tuvieron que vivir con disciplina la rutina del godinato, con algo de trabajo entre desayuno, almuerzo y  comida; recesos para fumar y pláticas a ratos en cualquier pasillo; fiestas de cumpleaños, comidas los viernes, aprovechando que salimos temprano; y convivencias con cualquier pretexto baladí.

Todo eso, irremediablemente, terminará tarde o temprano. Las  primeras huestes de los X llegarán a los 60 el próximo año, y algunos visionarios ya se plantean ciertas  preguntas.

¿Me va a alcanzar?

Para alguien nacido en la década de los sesenta, la respuesta debe ser sí,  pero con sus asegunes. La mitad de los   X empezaron a trabajar antes de 1997, excepto algunos remisos que esperaron a llegar a los 30  para empezar a moverse. Gracias a eso, los diligentes podrán retirarse amparados por la ley de 1973: 500 semanas cotizadas como mínimo, y el promedio de la remuneración de los últimos años, topada a 30 Unidades de Medida y Actualización (UMA), multiplicado  por 25. La otra mitad tendrá que estirar su saldo de la afore, de acuerdo con la ley que les corresponde: mejor que se sigan hasta los setenta o le metan al ahorro voluntario, porque de otra manera no habrá pinceles ni paleta de colores, y menos aún viajes por todo el mundo. Mucho tiempo libre, sí, pero recursos insuficientes, por decirlo suavemente.       

Por otra parte, cada vez que cumplo años descubro que la expectativa de vida aumenta. Hasta parece que esta tendencia al límite imita a la inmortalidad, indeseable circunstancia desde el punto de vista económico. El fondo de retiro no deja de ser una especulación ligada al momento de la muerte, por tétrico que parezca. Los ancianos de 60  del pasado vivían apenas algunos años más después de retirarse; deprimidos por la finalización de sus años productivos, morían jóvenes, ¡qué digo jóvenes!, apenas empezando a vivir, según la visión de los cincuentones de hoy. Si aspiramos a llegar a los ochentaitantos gracias al progreso de la medicina y hábitos mucho más saludables, ¿de dónde van a salir los recursos para continuar nuestra activa vida dando la vuelta al mundo y haciendo bricolaje? Tendremos entonces la imperiosa necesidad de continuar generando algún ingreso para afrontar el deterioro de la pensión. “Siempre me ha gustado trabajar”, argumentarán  algunos. Claro, pero no es lo mismo quiero que tengo.

¿Quién va a cuidar a mis hijos?

Con hijos al final de los 20,  o incluso al principio de los 30,  los padres responsables piensan que aún tienen mucha obligación por delante. Sus hijos acampan en la casa familiar, con áreas acondicionadas para su disfrute personal y el de sus numerosas visitas. “Vive y deja vivir” es la máxima con que se rigen, con el “Vive…” del lado de los adolescentes remisos y el “Déjalos vivir, ni modo” del lado de los padres con responsabilidades  pero despojados de toda autoridad. Una división tan pareja como injusta.

El neurótico que acumula más de 30  años de jornadas ininterrumpidas, marcadas por la presión de “el cierre”, las   interminables juntas, las metas que se quedaron largas, los errores operativos que hay que corregir, las evaluaciones trimestrales y, claro, la guerra interna de los compañeros que convierten algunos asuntos de trabajo en temas personales que amargan la larga convivencia entre cuatro paredes, apenas soporta  la presencia de sus vástagos, empeñados en realizarse con actividades poco redituables pero de gran prestigio social (imposible evitar la imagen de esos poetas callejeros, artistas plásticos incomprendidos, músicos que contra viento y marea forman su banda o los infaltables filósofos que, ahora sí, van a cambiar este mundo…). Pero hay  que pagar servicios, mantenimientos, comida, póliza de gastos médicos (para que no nos caiga un gasto innecesario imposible de esquivar); y, claro, hacer algunos préstamos “temporales” destinados a la caja de los costos hundidos cuando la resignación se impone.

 ¿Y los gastos médicos?

El ingreso va a dejar de aumentar como lo hacía en los años gloriosos de progreso continuo, nuevas prestaciones, incrementos de sueldo y cambio de posición, con ahorro traducido en casas, departamentos, automóviles y viajes. Ahora el dinero que entra tiene que alcanzar para todo, y las primas del seguro de Gastos Médicos  crecen geométricamente. Primero es un 5 por ciento de nuestro ingreso mensual, pero esa proporción ganará terreno rápidamente hasta poner en jaque todo nuestro estilo de vida. ¿Cómo saldremos del oscuro callejón de las primas estratosféricas mientras nuestras dolencias aumentan? Alimentación saludable, ejercicio moderado y una novena a san  Judas Tadeo, patrón de los casos difíciles, parece ser la combinación más viable cuando sea imposible sufragar las altas primas.  

Las opiniones expresadas en los artículos firmados son las de los autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de El Asegurador.

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