“Así como un hombre piensa, así es su vida” es una frase que se atribuye a James Allen. Neville Goddard se refería a la misma idea pero desde otra perspectiva, pues apuntaba: “El estado de conciencia determina las condiciones en las que un hombre vive su vida”. Ya más cercano a estos tiempos, alguien como Stephen R. Covey se refería a la pirámide de la productividad, en cuya base colocaba un sistema de valores.
Y es que, en resumen, diríase, las creencias nos conducen a tener ciertas conductas o comportamientos y, en ese recorrido, con esas causas, creamos, consciente o inconscientemente, las consecuencias que terminan enmarcando nuestra existencia, con lo cual se sustenta la presunción de que nada de lo que nos ocurre es algo inmerecido, sino que se trata, simplemente, de una respuesta a lo que pedimos y esperamos.
Significa lo anterior que las creencias nos conducen a pensamientos que se adecuan a eso que creemos, lo que genera que nos aferremos a determinadas ideas con una convicción digna de mejor suerte, en especial cuando pensamos de manera negativa, lo que da al traste con nuestros talentos, e incluso con nuestras habilidades, empeñados como estamos en lograr que al final de cuentas haya cierta dosis de congruencia.
Hace poco escuchaba un mensaje que, en otras palabras, decía: “Tráeme otros enemigos, que a los que ahora tengo no les alcanza la imaginación”. Tal es la fuerza de la educación que solemos tener que nos negamos a abrir la mente y a pensar, cayendo en apegos que nos empujan hacia aberraciones tales que terminan por parecer o ser auténticas necedades, con el costo que esto supone en imagen, e incluso en resultados.
No es raro encontrarnos con experiencias que nos indican que, pese al conocimiento de ciertas condiciones y sus efectos negativos, tenemos que permanecer en ellas, sea por una falsa comodidad o por una falta de visión. Considerar perdedores a muchos de los que trabajan con nosotros cuando encabezamos un equipo a nivel general o de área no es algo que sorprenda a muchos. Es muy fácil calificarlos así, olvidando la autocrítica.
Que cierto trabajador de cualquier nivel de una organización fracase o tenga éxito no es un resultado que solo ese trabajador deba buscar. Elegir a quienes han de cubrir ciertas posiciones va más allá de solo la técnica. Atraer y retener a los mejores es una tarea y una responsabilidad que los directivos no pueden dejar de lado, y quienes reclutan saben que la técnica se puede aprender, mientras que otros aspectos del perfil se traen o no se traen.
Con frecuencia se me pregunta qué privilegiaba yo, durante los años en que tuve la responsabilidad de atraer personal a la empresa que dirigía, a la hora de seleccionar a un candidato. No he sido capaz de dar una respuesta categórica y que sea única. Tal vez un aspecto fundamental es que el aspirante quiera aprender y sea susceptible de recibir conocimientos, y ello solo en función de los niveles de paciencia que la organización pueda soportar sin perder.
Es fácil esperar que alguien ingrese a la empresa y, con base en su experiencia y conocimientos, se le dé rienda suelta para que aporte a la causa, sin ocuparnos de que primero que nada conozca los procesos, las maneras en las que se hace el negocio, de modo que solo después de eso proponga. El que es verdaderamente profesional sabrá hacer lo que debe hacer en el momento más oportuno o conveniente.
A veces, por las ganas que se tienen de solucionar el problema de llenar una vacante, dejamos que la esencia sea borrada por alguien que, de manera acertada o equivocada, introduce no solo ideas y experiencias recogidas a lo largo de su trayectoria profesional, sino a todo un equipo de colaboradores que ha desarrollado con el tiempo, rompiendo incluso la personalidad que ha gestado una compañía y que la distingue.
En los años ochenta del siglo pasado observé cierta experiencia en una compañía en la que trabajaba. Un cambio en la estructura directiva de primer nivel trajo a colación la idea de que era imprescindible e impostergable impulsar las ventas. Así que se destinó un presupuesto y se contrató a una persona para hacerse cargo del área comercial, una persona que vendió fácilmente la idea a una directiva hambrienta de ventas.
Esa persona comenzó a invitar a sus amigos a incorporarse como ejecutivos de ventas, haciendo uso de un plan estratégico que resultó fallido, pues las ventas no crecieron, el presupuesto se acabó, y solo seis meses después todos abandonaron la empresa, quizás para irse a otra a repetir la historia, pues malos vendedores de sueños no eran. Simple y sencillamente vendían sueños y les compraban ilusiones.
Todas esas experiencias obedecen a creencias, que pueden ser atinadas o fallidas. Planes, estrategias, tienen lugar en la imaginación, a la que Napoleon Hill llamaba taller de la mente, donde se hacen los trazos que corresponden a lo que se sabe, pero sobre todo a lo que se cree. De ahí que la base de la pirámide de la productividad esté sustentada en el esquema de valores, en ese sistema de costumbres, creencias, opiniones y saberes, a veces críticos, a veces dogmáticos, que muchas veces ni se conoce ni se cultiva en las empresas.
¿Qué valores componen nuestro esquema? Sin importar cuáles sean, debemos ser conscientes de que esos valores determinan las condiciones en las que vivimos en los distintos roles que desempeñamos o estamos llamados a desempeñar. No podemos vivir en un estado de conciencia inferior esperando resultados superiores. Por eso se dice que es una locura pretender un cambio mientras se continúa haciendo lo mismo.