Era José José quien, entonando la letra de una canción, nos llamaba a deshacernos de los recuerdos que embarazan nuestra cotidianidad y a vivir más ligeramente, porque “Ya lo pasado, pasado, no me interesa”.
Y es que nos encanta identificarnos con lo que hemos hecho en el pasado reciente o remoto.
Quizá por ello historiales personales y profesionales ocupan numerosas páginas y se detienen en detalles exhaustivos de lo que un día fuimos o hicimos… ¡Como si fuéramos la suma de todo eso!
Algunas veces, esos recuentos de lo que alguna vez realizamos terminan siendo parte de libros, en la forma de autobiografías o diarios personales o literarios. Y así le damos vida perenne al pasado que nos retrata, por lo menos en el papel.
Las emociones nos ganan, y tal parece que es una inclinación natural, y hasta deseable, vivir arrastrando el pasado, quizá porque eso nos hace sentir presentes, incorporados a algo.
Y ese pasado, metido dentro de un costal que nos echamos al hombro, a veces termina pesándonos demasiado. Curioso es que para parecer ser alguien en la vida debamos echarnos sobre la espalda todo un historial. Y, tal vez porque de ese modo sentimos ser (ser significativos para otros, ser en sociedad, ser frente a los demás), hacemos que se note ese archivo existencial asentándolo en papel o de manera virtual, o publicándolo, o dándole preeminencia sobre la vida presente.
Ilusionados —como escribe Manuel Aguilera en su novela La vida de los secretos—, hacemos mucho ruido hacia afuera para no enfrentarnos a eso que nadie debe saber.
Claro que el pasado que nos enorgullece o nos hace sentir bien lo ponemos ahí, al alcance de todos, donde pueda ser bien visto o sabido. Mas no los secretos. Éstos son nuestros…, o por lo menos así lo creemos, pues con los actuales avances de la tecnología hoy nos sentimos (objetivamente, no como síntoma de paranoia) al descubierto de múltiples formas.
Y así pasa el tiempo. Por ejemplo, hace 34 años fui la cabeza de un pequeño grupo de entusiastas que decidió editar un periódico. Lo nombramos El Asegurador. Decidimos, como se ve, enfocarnos en producir información periodística, la cual tiene una vida temporal mínima. Y, si en aquel entonces (octubre de 1984) la vida de la información periodística era de corta duración, hoy ni qué decir. Vivimos en la era de lo efímero.
Al momento de escribir esta entrega para la edición del 15 de octubre de 2018, vi la portada de un libro que muy posiblemente lea. La obra es de Odin Dupeyron, y el título es Sálvese quien pueda, análisis producto de un estudio realizado en tres continentes, se nos dice en la contraportada.
Enlista el autor una inquietante serie de profesiones “amenazadas” por la extinción, y entre ellas incluye a los abogados, los comunicadores, los agentes… Sí, son actividades hoy en riesgo efectivo de desaparecer, a pesar de que las hayamos desarrollado durante décadas o centurias.
Promete Dupeyron, sin embargo, puertas de salida, y este joven director de teatro me hace recordar al escritor Carlos Castaneda por afirmaciones como éstas: “Vivimos como si nunca fuéramos a morir” y “Hay que saber ponerles fin a las eras”. No es que no hayamos ido cambiando a través del tiempo, pero muchas veces cambiamos porque lo externo domina y nos arrastra.
Digámoslo de otro modo: cambiamos simple y sencillamente por formar parte de algo que se mueve, no como respuesta a una idea propia; mudamos nuestro ser como consecuencia de una inercia.
A veces ni siquiera nos damos cuenta del cambio. Díganlo, si no, aquellos que, siendo sobresalientes en una profesión determinada y cuya ejecución dominan a nivel de excelencia, asumen una posición directiva, por ejemplo: ¡vaya que entraña una marcada diferencia entre poner atención en las personas y enfocar nuestra mirada en los procesos!
Más, en ocasiones, ni siquiera somos conscientes de esos cambios, aunque debamos tomar cursos, diplomados y maestrías para poder manejar las nuevas responsabilidades. Nos gusta sentirnos seguros, Vivir Seguros, por ser algo cómodo o por ser víctimas del miedo. Y hasta creemos que vamos eligiendo y en pleno uso del libre albedrío, cuando, como dicen algunos estudiosos, son nuestros hábitos los que nos conducen a tomar algunas decisiones, más que el discernimiento.
A 34 años de la fundación de El Asegurador y a casi 40 de haber escrito mi primera nota sobre el tema (una entrevista al extinto Luciano Grobet, presidente entonces de la hoy llamada Asociación Mexicana de Agentes de Seguros y Fianzas, A.C. (Amasfac)), cierto es, muy cierto, que las cosas han cambiado.
En ese entonces, las herramientas para practicar el periodismo eran muy distintas de las que dominan la actual era informativa, en la que muchos espacios de los medios de comunicación, antes destinados exclusivamente a periodistas, se ven copados por personas con estudios distintos.
Recuerdo, a propósito, cierta conversación con un buen amigo del sector, quien comentaba cómo, siempre en relación con el periodismo, “pareciera que el oficio se ha ido perdiendo”. Y es que, argumentaba, muchos periodistas no eran de horarios específicos, porque sabían que “la noticia manda” y, como yo mismo escuché en la escuela, “la noticia no tiene horario”.
Sí: como los abogados, los agentes y numerosas actividades, la vida profesional de los periodistas está amenazada. Todo indica que necesitamos no solo una nueva perspectiva de la misión que perseguimos cumplir, sino también echar fuera de nuestras mientes esos demonios que obnubilan, que enceguecen, que atemorizan y paralizan.
Después de todo, ¿quién quiere vivir desempeñando una actividad sin un sentido elevado de aportación? Pese a la incertidumbre que genera el inicio de una nueva época, una nueva era, todo apunta a que estamos llamados a aceptar el fin de una era; y, después de ello, a prepararse y entrar en ese juego de forma activa.
No podemos cerrar los ojos; antes bien, debemos aguzarlos, como deberíamos hacer con todos los demás sentidos, con fines más generosos, pues no podemos seguir viviendo como si nunca fuéramos a morir. Darle sentido a lo que hacemos es entonces una prioridad.
“Ya lo pasado, pasado…”, aquel estribillo setentero, debería servir como experiencia, como guía.