El pasado 25 de marzo, el país recibió la nota del deceso de Xavier López Rodríguez, quien en media centuria de existencia artística dio vida al personaje Chabelo. Sin duda, todos los que formamos parte del mundo asegurador vimos en algún momento su programa dominguero y sus participaciones en la barra de entretenimiento nocturno de la empresa televisiva en la que trabajó prácticamente durante toda su trayectoria artística.
En memoria de su legado, retomo dos de las ideas y frases que hizo famosas el niño malcriado que escenificaba berrinches y lloriqueos en los “sketch” grabados en su prolífica carrera artística. Uno de ellos, con el que mi madre y mi abuela se regodeaban al pedirme que lo viera, llevaba por nombre “Lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer”. En ellos se representaba una conducta reprobable de Chabelo, sólo para, en la versión correcta, representar la conducta opuesta. El mensaje para mí tenía dicotomías severas. Ver la travesura era divertido. Ver la actitud contraria era serio y aburrido, pero merecedor de la aceptación familiar y social. Una auténtica censura y limitación vista desde la perspectiva de la educación actual.
En referencia a “lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer”, encuentro una gran aplicación en el tema de esta columna: la previsión. El sketch de “lo que no se debe hacer” es la actitud cotidiana que escenifican millones de personas al destinar recursos en consumo gratificante, ilustrativo del culto al ego y la vanidad, pero alejado de anticipar pérdidas derivadas de riesgos naturales, legales o humanos. La felicidad que parecen experimentar es una sensación fugaz. En la versión de “lo que se debe hacer”, la conducta antepondría la previsión a todo aquello que represente el gasto del sketch anterior en la actitud de una persona que primero paga su seguro de Vida, de Auto, de Hogar y de Salud (cuando menos), sin olvidar destinar recursos a ese consumo gratificante y altamente disfrutable luego de haber cubierto el cajón de la previsión en su gasto de cada mes.
La previsión es la representación de “lo que se debe hacer”. Por el contrario, omitirla es la versión de “lo que no se debe hacer”. Ese sketch, en ese orden de aparición, es raro, lejano a la realidad de la población y, lamentablemente, del mismo gremio de la intermediación. Insisto en la premisa de la congruencia cuando vemos que los agentes de seguros que gozan de, cuando menos, esos cuatro contratos (Vida, Salud, Auto y Hogar) no llega al 10 por ciento del total de agentes autorizados, según las estimaciones efectuadas por el propio sector ante la ausencia de estadística construida.
La segunda referencia es a la palabra catafixia, que la misma RAE (Real Academia Española de la Lengua) aceptó e incluyó con la definición de “intercambio de un objeto por otro, sin que necesariamente importe el valor de ambos”. México ha gozado del privilegio de haber aportado a la RAE palabras o actitudes que, en su momento, fueron utilizadas por comediantes y profesionales de la farándula y la actuación. La catafixia se reduce a una decisión que el jugador toma al aceptar quedarse con lo que ya tiene ganado, o apostar a mejorar el premio con el riesgo de empeorarlo.
La “catafixia inevitable”, como decidí titular esta colaboración, se refiere a esas elecciones que tomamos cuando, en la vida financiera, nos vemos sujetos a la oscilación entre las limitaciones y abundancia cíclicas. Las limitaciones financieras tienen su origen en lo que se concibe desde la percepción individual. Quien asume limitaciones disfrutables vivirá inmerso en ellas regodeándose de la práctica de una “pobreza franciscana”, situación que es merecedora de todo respeto. Quien, por el contrario, asume las limitaciones como estímulo para superarlas, alcanzará tarde o temprano una abundancia de la que será difícil desprenderse, corriendo la suerte de buscar exhibirla en cada minuto de su existencia, centrándose casi siempre en el consumo.
No obstante, la vida es efímera tanto en la versión franciscana como en la opulenta. En ese sentido, encuentro una aplicación contundente en la catafixia a la que estamos expuestos, sin excepción, todos los seres vivos. En algún momento de la existencia tendremos que elegir entrar en ella. Quien asume que ese momento es aún lejano tal vez lleve la cuenta de la acumulación a aspectos mundanos inevitables al sumar patrimonio y capital que permita disfrutar las mieles de la tranquilidad financiera. Quien siente cercano su turno de entrar en la catafixia tal vez haga un balance patrimonial para cuantificar el importe de lo que dejará, experimentando satisfacción si es suficiente, o angustia si, además de no serlo, hay deudas que cubrir.
La catafixia inevitable que la muerte representa nos conduce a la inexorable realidad de intercambiar la vida por aquello que puede legarse a quien nos sobrevivirá. Dejar patrimonio abundante y riquezas monetarias a los sucesores y herederos puede ser reconfortante para el futuro difunto al concebir que, ese solo hecho, lo hará seguir vivo en la memoria de los afortunados enlutados, alcanzando con ello la inmortalidad. No tengo autoridad para juzgar esa actitud, pero con la experiencia de más de seis décadas en esta vida puedo afirmar que la abundancia material es, en muchos casos, efímera y velozmente devaluada. Muy pocos son los que logran mantener la herencia por generaciones en virtud de que esta vida es de cambios constantes, sobre todo cuando los herederos tienen la propia. La inmortalidad a la que el difunto aspiró se diluye en decisiones financieras que, en muchos casos, él no hubiera tomado.
En ese sentido, la herencia que trasciende por generaciones es “el ejemplo”. Quien se preocupa por dejar ejemplos puede obtener versiones mejoradas en quienes le suceden, alcanzando así la inmortalidad en la vida y pensamiento de muchos. Uno de ellos es, desde luego, el ejemplo de la previsión que, además, resulta contundentemente más barata. Pagar un buen seguro de Vida resulta abismalmente más barato que endeudarse por comprar bienes para heredarlos, sin tener la garantía de que serán disfrutados en la forma en que el difunto concibió al momento de pagarlos. Los herederos tendrán que acudir a una notaría a pagar para adjudicarse el patrimonio, en vez de acudir a una aseguradora a cobrar un contrato que, en la mayoría de los casos, está exento de pago alguno.
La “catafixia inevitable” se reduce a vivir de tal forma que, al morir, se garantice la permanencia en la memoria de los seres queridos y, si la existencia fue prolífica socialmente, en la de la comunidad entera. Habrá quien decida mantener lo que alcanzó. Habrá quien prefiera entrarle a la catafixia. Una buena forma de jugar en la vida es preparar la muerte con la previsión como estandarte. Quien así lo hace estará tranquilo cuando el turno de partir y catafixiar la vida por la muerte lo alcance. La herencia de la previsión que dejará tendrá así un doble beneficio: el del capital que se cobra en el seguro de Vida y el del ejemplo que se deja a quienes fueron beneficiarios de él.
¿Le entras a la catafixia?