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Independencia, soberanía; monarquía y dictadura

Charlemos seguros

El asegurador

EL SER HUMANO EXPERIMENTA tres etapas en su crecimiento: niñez, adolescencia (juventud) y madurez, con algunos calificativos de grado, principalmente en la madurez, cuando se dan grados, como: adulto, adulto mayor, tercera edad y otras ramplonerías eufemísticas. Pero no dejan de ser tres, como en la famosa adivinanza de la Esfinge a Edipo de Tebas.

ESAS TRES ETAPAS van a su vez acompañadas de tres estados del ser que les son connaturales: la dependencia, la independencia y la codependencia. Efectivamente, por su naturaleza, la niñez, dada su poca experiencia en prácticamente todos los aspectos de la vida, requiere la guía, el consejo, la orientación y la ayuda de otros; es dependiente mientras va adquiriendo destrezas y habilidades (no competencias) que le permitan atender sus más elementales necesidades y actividades hasta lograr cierta autonomía motriz y de supervivencia básica.

EL JOVEN (adolescente), al darse cuenta de que va siendo capaz de valerse por sí mismo, desea, anhela y exige que lo dejen en paz y que nadie se meta con él. Quiere sacudirse la dependencia, quiere emanciparse y ser libre, aunque poco entienda el profundo significado y compromiso vinculado a la libertad. Pero por lo menos exige ser libre. Es un deseo ancestral y natural de quien no conoce a fondo sus capacidades y limitaciones ni está acostumbrado a asumir las consecuencias de sus actos. De hecho, no las anticipa. Su inmadurez es patente y un tanto inocente o, por lo menos, ignorante (no en sentido peyorativo, pero sí de manera práctica). Aún es poco responsable.

EL ADULTO, POR SU PARTE, va reconociendo las consecuencias de los anhelos independentistas, paga algunos precios y cae en la cuenta de que es más práctico, eficaz y quizá hasta productivo y rentable declararse codependiente. De hecho, sabe que necesita a otros que, a su vez, lo necesitan a él. Pretender ignorar eso es signo no sólo de inmadurez sino de necedad. El adulto cumple entonces con una de las características elementales del ser humano: es gregario, no anda solo; es decir, no sabe, no puede sobrevivir solo. De ahí la insistencia, por ejemplo, en el trabajo en equipo.

ASÍ ES EL DESARROLLO DEL INDIVIDUO. Y con las sociedades sucede algo similar, al igual que con los países. El tiempo que va de los siglos 17 al 19 se caracterizó por la consumación de independencia de los principales países del mundo. Acto seguido surgió el trasnochado concepto de soberanía, una idea surgida de dos aspectos básicos: el miedo a ser invadidos y el miedo a ser criticados, una suerte de pacto relativo a “Tú no te metas conmigo, y yo no me meto contigo”, acompañado de una infantil —o juvenil— soberbia: “Yo puedo solo”, típica aspiración de adolescente imberbe, demostración de la inmadurez en el ejercicio del poder que empezaba a estrenar ideas democráticas que se enfocaban hacia adentro de sus siempre imaginarias fronteras.

CABE LA REFLEXIÓN DE que esas ideas y devenires ocurrieron siempre en el terreno político, siempre influyente sobre el ideológico; no así en el comercio. El comercio siempre ha sido un ámbito de intercambio desde el registro de los tiempos a partir del sedentarismo; esto ocurre porque en los hechos relacionados con los alimentos y bienes, y luego con los servicios, es necesario intercambiar (primero con los objetos mismos y luego con monedas) todas aquellas cosas que un ser humano solo no tiene manera de producir (y naciones enteras se encuentran en casos similares, por lo que se requieren intercambios comerciales entre los países). En el comercio se necesita la negociación entre las partes, más o menos ventajosa unas veces, más o menos equilibrada en otras. Pero el comercio es frío en su esencia, no ideológico.

ENTONCES SE DA EL TEMA de la independencia, y casi de inmediato la exigencia de soberanía. El punto es que la soberanía no es inherente a la sociedad, no. Es inherente al gobierno; son los gobernantes los que reclaman —y adornan— la soberanía “de sus pueblos”. Los pueblos no pueden ser soberanos: acatan leyes y reglamentos; respetan los derechos de los otros y los límites sociales; y en última instancia acatan sin prejuicios moralizantes o ideológicos la codependencia con sus vecinos, comunidades y compatriotas en general, de modo que los que podrían alcanzar la trasnochada idea de soberanía son los gobernantes.

SUPONGAMOS QUE LA SOBERANÍA es una aspiración legítima. De ser así, no estará acotada por nada. Cualquier acotación rompería con el concepto mismo. Y así, pues, se alcanza la susodicha condición soberana. ¡Muy bien! Ya se es soberano. Ahora habrá que ver en qué o para qué se usa esa posición.

LA MAYORÍA DE LOS QUE demandan soberanía y declaran su condición pasan por un primer proceso de aislamiento (como ejemplo valga revisar todas las soberanías/dictaduras de América Latina del siglo 20 y parte de lo que llevamos del 21). Precisamente para ser soberanos se aíslan y declaran la autosuficiencia —que nunca alcanzan: siempre hay deficiencias y carencias de todo tipo—. Y justifican o explican sus carencias culpando de ello a quienes los quieren fastidiar, sin admitir que se fastidian solos.

DE MODO QUE USAN la “soberanía” de sus aparatos de gobierno para pactar o asociarse con “los malos”, pactos cuya utilidad probarán en algún momento; se usa también para una aplicación discriminatoria de la ley: perdonan o son ligeros con sus correligionarios y aplican la ley a plomo a quienes piensan diferente; se usa esta soberanía también para barrer a los muertos propios y magnificar a los ajenos y más. Encuentran “enemigos” a quienes culpar de todo y a quienes juzgar, vituperar y atacar desde todo ángulo posible; y cuanto más amenazantes son los “enemigos” (sea por su poder económico, científico, de opinión, de medios y modos de producción, de forma que les pudieran hacer sombra), más se empeñan en ningunearlos y, si es posible, literalmente desaparecerlos: de un plumazo desaparecen instituciones, escuelas, empresas, medios de comunicación, personas, comunidades, gremios, etcétera. 

PARA LOGRAR LO ANTERIOR, fabrican conflictos que ayudan a magnificar las pocas —y naturales, está de más decirlo— deficiencias de eso que van a destruir, y crean otras figuras para sustituirlo, “porque esto sí es bueno, limpio e inmaculado”. Con todo esto se demuestra que el soberano es un dictador, autócrata con “colegas” estructurales que por sus propios pactos e intereses avalan y apoyan cualquier ocurrencia del mandatario. Y se demuestra también que esa soberanía, como se apuntó antes, no es “del pueblo”. Para eso usan la “soberanía”: para ejercer el despotismo. Lo peor es que hay quien les cree.

Las opiniones expresadas en los artículos firmados son las de los autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de El Asegurador.

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