Quiero compartirte que al cierre de cada año los seres humanos nos damos un espacio especial para hacer una revisión del ciclo recién finalizado y verificar cuáles han sido nuestros principales aprendizajes y logros. Dada tu crucial e intensa presencia, es imposible dejar de hacer esta reflexión sin involucrarte en mis pensamientos.
Primeramente, quisiera decirte que no ha habido un día en que me haya agradado tu presencia. En realidad, me has caído bastante mal, te he reclamado muchos días, he suplicado que te marcharas y nos dejaras en paz. He llorado por tu indiferente presencia, que al mismo tiempo resulta agresiva, y he observado cómo nos podemos desmoronar física, emocional y económicamente.
Me enojé profundamente contigo porque has sido un obstáculo para el logro de mis objetivos y mis sueños de este 2020. Ante mis ojos murieron diferentes proyectos.
Te aborrecí porque me hiciste ver un abrazo como amenaza, como mi sentencia de muerte; te empeñaste en que comprendiera que debía vivir con “sana” distancia, cuando si de algo carece este alejamiento es de ser “sano”, porque hoy veo en el otro a un asesino serial dispuesto a matarme “intencionalmente” con un estornudo.
Me hiciste dudar de mi cordura hablándole día con día a una pantalla. Cuando era niña pensábamos que las personas que hablaban con las televisiones eran unos locos. Y te confieso: ahora tuve días sin comprenderme del todo y pensar que pertenecía a ese grupo.
Me murmuraste varias veces: “No vas a poder”, “Esto es muy difícil”. ¡Sí! ¡Lograste que dudara de mis capacidades y de mí misma! Y, para colmo, después de dudar, erosionaste oportunidades de trabajo, carreras profesionales y años dedicados a una profesión.
Influiste para que sintiera que los días y los meses se me venían encima, y que en el reflejo del espejo sólo percibiera a la vejez espiándome con mayor insistencia.
Me pusiste enfrente todos los dilemas que se te antojaron: muerte, angustia, desconexión, pobreza, soledad, incertidumbre. Tocaste todas mis fibras más sensibles.
Me hiciste ponerme de rodillas y contactar día con día con mi posibilidad de muerte y la de los míos. Te convertiste en mi memento mori; incómodo, soez, hostil…
Por supuesto, tu crueldad máxima se ha destacado por llevarte de mi lado a personas amadas, personas de este plano, y me has hecho llevar el luto que siento respecto a personas que no sé si volveré a ver…
Me has despojado de su presencia física, pero te advierto: jamás podrás arrebatármelas espiritualmente. El filósofo Gabriel Marcel me enseñó que el trasfondo de expresar un “Te amo” es “Tú nunca morirás”. Te informo: jamás serás capaz de ganarme esa batalla.
Me has desafiado como ningún otro evento lo hubiera podido hacer. La historia nunca se había atrevido a tanto. Me desnudas ante mi propia humanidad y mi razón de existir.
Y por eso mismo también me reconozco como un ser capaz de darle un giro a esta narración. También puedo expresarte que he aprendido realmente a vivir porque hoy me atrevo a reconocer que saber vivir es abandonar lo amado conservando el amor de los que incluso hoy ya no están en este plano, o desde la distancia física que hoy nos impones.
Reviviste mi conciencia del vínculo: aun cuando estemos en esa bendita “sana distancia”, también puedo estar cerca de los verdaderos afectos por medio de diferentes expresiones, o incluso mediante recuerdos y fotografías, que sólo aparecieron al hacer limpieza de tantos espacios físicos en mi hogar.
Rompiste esas burbujas imaginarias en las que tantas veces he negado mi muerte; me recordaste con dolor pero con verdad que soy un ser hecho para morir; que ése es mi verdadero destino final; que sí, soy un ser finito; aunque a veces, arrogantemente, he creído otra cosa.
Aprendí que la soledad puede ser mi propio refugio, pues ella me permite reconocerme y cuestionarme dilemas desde el silencio. Si no hubiera sido por tu presencia, probablemente tales reflexiones no habrían pasado por mi mente.
Me hiciste desacelerar el ritmo para verme realmente, para pensarme; hice un viaje al sótano de mi humanidad y he encontrado mis demonios, mis miedos, mis tristezas. Porque ésa es mi esencia: mi debilidad, pero también lo es mi fuerza.
También es cierto que de alguna forma aligeraste mi planeación porque tú te has encargado de todo.
Por ti pude aprender a abrazar lo irremediable, lo que me duele, aquello que, aunque me empeñe en modificar reconozco finalmente como inalterable, pues soy un ser diminuto ante la maravilla de este universo al que pertenezco.
Te convertiste en mi recordatorio de que en las trincheras no hay ateos. En muchos momentos me recordaste a mi Creador e hiciste que volteara a verlo cuando probablemente lo había dejado olvidado en un cajón, preguntándole: “¿Por qué permites esto? ¡No te entiendo! ¿En dónde estás?”. Y, como si escuchara un susurro ligero, la respuesta era: “Estoy en donde tú has decidido ponerme…”.
¿Sabes algo, querida COVID-19? Los humanos tenemos la mala costumbre de que, cuando cometemos un error, decimos: “Errar es de humanos”; pero me doy cuenta de que eso no es lo que nos distingue de los demás seres de la creación. Justamente, lo que verdaderamente es de humanos es sobreponerse al infortunio. Pero sólo lo lograremos si somos valientes y capaces de aceptar todos estos sentimientos que te comparto. Sería peligroso eliminar todo esto que también nos define y que tú pusiste de relieve hoy.
Por supuesto, no sé cuánto tiempo más decidas estar en nuestra vida en este mundo que hemos creído nuestro, pero te aseguro que seguiremos aprendiendo, replanteando esta historia y sí, también sobreviviendo a tu presencia.
Date cuenta por favor: nos podrás vencer física o económicamente hablando, pero jamás espiritualmente. Has dejado una huella imborrable en toda la humanidad, y ojalá comprendas de qué estamos hechos realmente…
Sartre decía que el ser humano es el ser que construye las cámaras de gas y al mismo tiempo el ser capaz de entrar en ellas con la frente en alto.
Cada uno de nosotros decidirá de forma individual si quiere dedicarte esta carta con comillas o sin comillas a ti, apreciable COVID-19.