El Oráculo de Delfos afirmaba que no había ningún hombre más sabio en toda Grecia que Sócrates, a lo que éste respondía que sólo era consciente de su propia ignorancia. De ahí, el consabido “Sólo sé que no sé nada”. Su actitud de continua ingenuidad y de búsqueda de la verdad, lo hacía ser considerado como sabio porque no asumía nada, sino por el contrario, disfrutaba del continuo cuestionamiento y, por tanto, obligaba a pensar y a revisar ideas preconcebidas.
Tener una actitud socrática nos permite mantenernos en continuo aprendizaje. Y por supuesto, también del otro lado de la moneda, existe la satisfacción y gozo de que al contar con conocimiento, información y datos, generamos dominio y capacidades que nos pueden dar seguridad del terreno que pisamos.
Además, proporciona elementos importantes en la reputación de una persona: “es muy inteligente, sabe mucho, es un gran conocedor”.
La experiencia y el conocimiento dan certezas No se puede confiar en un doctor que nos operará y ese día esté aprendiendo, por primera vez, a hacerlo.
Pero si sólo se subrayan las ventajas del saber, se puede suscitar aflicción cuando lo que se hace presente es lo contrario: la ignorancia, porque entonces, lastimaría severamente expresar un “no lo sé”.
En ocasiones, he escuchado en sesiones de coaching o en terapia incluso, a personas que se sienten acongojadas y avergonzadas cuando en juntas de trabajo no saben o no comprenden cierta información que se está revisando. ¿Cuál es el marco que se coloca a la frase “no sé”? Generalmente, se considera indigno, falto de valor y hasta mediocre.
Esta incomodidad radica en la sensación que se presenta cuando no se es conocedor de un tema porque existe la creencia de que es imperativo dominarlo. En un mundo en el que se valora profundamente la productividad, el éxito, la reputación, decir “no sé” puede provocar miradas de desprecio, considerando hasta inapropiado no contar con conocimientos o con algo que pensamos que es la verdad. Se relaciona el “no saber” con la incompetencia.
Si incorporáramos, a nuestra vida diaria las enseñanzas de Sócrates, creo que mostraríamos una postura distinta ante el no saber. Es decir, mostrar una actitud más ingenua y desarrollar una mente de principiante antes que mantenernos orgullosos y altivos por nuestra mente de expertos y sabihondos.
Al final, una persona que cree saberlo todo, que llega a conclusiones apresuradas, en realidad suspende el aprendizaje. Por un lado, no existe ningún tema que se pueda agotar en su totalidad y tampoco ha llegado a esta tierra la persona omnisciente que conozca todos los temas en total profundidad. Podemos conocer de forma intensiva o extensiva, pero el objetivo radica en no dejar de sorprenderse, de asombrarse. Que no perturbe desconocer cosas, que perturbe, más bien, creer que se sabe todo y que desde ese convencimiento se emitan opiniones que no son acertadas con tal de no guardar silencio. Desarrollar modestia simplemente para expresar un: “no lo sé, pero puedo aprender”. El humilde no se impone, se pospone; da espacio a la admiración.
¿Será posible desafiar nuestros propios prejuicios? Mi exhortación es a pensar: ¿por qué creo lo que creo?, ¿puedo admitir que estoy equivocado? Reconocer que nos equivocamos es difícil porque la vergüenza puede llevarnos al extremo de hasta inventar argumentos, antes que decir, “me equivoqué”.
Me gusta la anécdota de Stephen Hawking, quien en 2004 admitió, frente a una audiencia de 800 físicos de 50 países distintos, que se había equivocado en una de sus afirmaciones sobre la teoría de los agujeros negros. Sólo una mente brillante como la de él puede amar más la verdad que su propio ego. ¿Cómo lo vives tú? Espejito… espejito…