Todo fue una sucesión de circunstancias y coincidencias.
A unos meses de concluir la preparatoria, la selección de carrera ocurrió por eliminación: ni físicomatemáticas ni quimicobiológicas ni disciplinas sociales. Falta de vocación, falta de gusto por el tema o falta de algo más que rollo y capacidad para relacionarme.
Entonces fue economicoadministrativas, y economía la carrera seleccionada, pues administración sonaba a abarcar mucho y apretar poco. Lejos estaba de imaginar, por supuesto, que trabajaría en el sector asegurador. La banca era mi destino natural desde hacía tiempo.
¿En qué universidad estudiar? A falta de orientación por parte de padres o algún otro familiar, fue la inercia del comentario de un compañero, que al final de cuentas ni se inscribió, así como la complicidad con otros ignorantes, lo que inclinó la balanza: sería el ITAM, donde los hermanos del recomendante habían cursado la carrera de contabilidad. Más perdido, imposible.
Con la arrogancia de un desempeño escolar sobresaliente en la etapa que terminaba y sin considerar la casi insignificante circunstancia de estar obligado a trabajar al mismo tiempo, presenté el examen de admisión y me aceptaron sin necesidad de cursar propedéuticos de matemáticas o contabilidad. Ahí empezó el viacrucis.
Inscrito en seis materias y con la calculadora indicando que serían necesarios ocho semestres y algunos veranos para cubrir el programa de 51 materias, me presenté a las primeras sesiones con la confianza del que nada sabe.
Pronto fue evidente la necesidad de dedicar las horas de diversión del fin de semana y algunas noches a ponerme al corriente. Y ni con ésas. La espada de Damocles de una expulsión prematura por reprobar dos veces una materia se cernió sobre mi cabeza, obligándome a optimizar, eligiendo la combinación de recursos y resultados más rentable.
Además de algunas teorías y muchas técnicas matemáticas para entender y formular modelos, el ITAM me enseñó a trabajar bajo presión, a optimizar el uso de recursos, a prepararme para lo peor y a sobrevivir en un ambiente hostil. No existió un profesor disponible y dispuesto a orientar y ayudar. Era sobrevivir y adaptarse rápidamente a un entorno diferente. Si no te convertías en un estudiante sistemático que repasara continuamente y buscara información sobre el tema en diferentes fuentes, estabas condenado a desaparecer del panorama.
Hoy escucho que el ITAM provoca el suicidio de algunos alumnos.
La información se refiere a profesores que acosan a los alumnos con ataques personales, humillaciones y alusiones a su reducida capacidad. De acuerdo con el profesor Pedro Javier Cobo Pulido, también campea una promiscuidad galopante, así como el uso y abuso de drogas.
En los ochentas, las “vacas sagradas”, profesores de dudosa habilidad didáctica, orgullosos de reprobar a un grupo completo de Economía V, ocuparon puestos muy importantes en las administraciones neoliberales. No era posible imaginar un cuestionamiento de sus dudosos métodos de enseñanza o su exacerbada soberbia. Sin embargo, aprendías a trabajar, calcular tus probabilidades y retirarte a tiempo si las circunstancias lo aconsejaban, así como a desarrollar métodos para salir adelante solo y con la ayuda de tus cercanos, tan descontrolados y presionados como tú.
Con la perspectiva de los años transcurridos, y cosechados los beneficios de tan exigente sistema educativo, llego a algunas conclusiones.
Vivir cuatro o cinco años en un régimen casi militar, con jornadas de trabajo de 9:00 a 17:00 h en una empresa, desplazamientos de dos horas, clases muy temprano y de 17:00 a 22:00 h, así como varias horas adicionales para completar las lecturas asignadas, aterrizar los conceptos escuchados en clase y preparar los exámenes parciales, sólo restaba llegar al final del semestre a darlo todo para poder aprobar las materias.
Fue una época que sí me preparó para lo que venía.
Ahora que cualquier universidad (y el ITAM no debe ser la excepción) debe formar personas dispuestas a cambiar un mundo de explotación y cinismo exacerbados. No creo que la cola pueda mover al perro: si el mundo al que se enfrentarán los egresados es altamente competitivo, como un ente dispuesto a devorarlos si no son competentes o si se quiebran al primer sombrerazo, es difícil que personas con una formación relajada, enfocadas en el desarrollo de una comunidad de cooperación y comprensión, puedan subsistir. ¿Trabajo en equipo? ¿Liderazgo democrático, visionario y afiliativo?
Por supuesto que sí, pero no de inicio. Cualquier debutante desarrollará mejor su trabajo si su jefe le indica con precisión las tareas que debe realizar, el tiempo en que debe entregar el resultado y el comportamiento que debe mostrar. Con el tiempo, la relación podrá evolucionar para convertirse en un proceso más participativo y democrático, ¿pero de entrada? Ni pensarlo.
Por supuesto que el acoso y el abuso deben erradicarse. Sin embargo, la delgada línea entre un profesor que cuestiona con exigencia y otro que acosa o abusa es dibujada por un alumno de manera inevitablemente subjetiva. Es responsabilidad entonces de los profesores conducirse con ética, sin hacer cosas buenas que parezcan malas.
¿Y el alumno? Ser parte de una universidad, de cualquiera, es un privilegio. Pocos deben ser los destinados a alcanzar tan alta instancia. ¿Universidad para todos? ¿Pase automático? ¿Requisitos relajados e inclusión? Eso no es una universidad; es una fábrica de inútiles destinados a engrosar las filas de la borregada nacional. Quien pertenezca a una universidad tendrá entonces que acatar las exigencias de la institución que eligió. No es posible gozar del prestigio sin haber sufrido por las exigencias.
Hoy nos hemos movido al otro extremo del espectro. Con las evaluaciones de desempeño, el profesor coloca la cabeza en la guillotina; sumiso y con una débil sonrisa solicita la benevolencia de sus victimarios, quienes armados de una pluma castigan a aquel que haya osado cuestionarlos, enfrentarlos o presionarlos.
La libertad del profesor, antigua figura dominante, se extingue con las autoridades universitarias, que sirven de testigo obligado de la inmolación de la autoridad de quien se supone que debe ejercerla. ¿Se debe tratar a los alumnos de manera respetuosa? Por supuesto, pero la figura del profesor que enseña sin esperar la comprensión inmediata de métodos y prácticas es indispensable. Una persona de 20 años no tiene la madurez para juzgar lo que le conviene.
Un profesor no tiene derecho, por supuesto, a burlarse de la ignorancia de un alumno, pero sí debe estar autorizado para cuestionar y poner en evidencia a quien no se aplique. Caminar sobre cáscaras de huevo cuando se enseña reducirá sin remedio el nivel académico.
¿El alumno es un cliente y al cliente lo que pida? Ésa es la fórmula del desastre.