El gallo

Charlemos seguros

El asegurador

 

“Hoy platiqué con mi gallo”, dice Vicente Fernández en su canción, relatando el sacrificio de su noble amigo plumífero, quien enfrenta al colorado, rival en turno, para rescatar a su dueño de las deudas de juego. Fatalismo, lealtad del amigo y resultado malo forzado a bueno a última hora  se combinan para dejarnos con un agradable sabor de boca al saber que Chente regresa al pueblo y su gallo a su gallera, cuando parecía que una herida mortal lo dejaba fuera de combate para siempre.

¿Y nuestro gallo?

La caída del comunismo a finales de los años ochenta, con un Gorbachov convertido en figura mediática por obra y gracia de su derrota en la batalla a billetazos iniciada por Reagan en contra de la Unión Soviética, nos dejó claro que sólo había una alternativa eficaz y sostenible a largo plazo: el  capitalismo,  sistema basado en la iniciativa individual y en las fuerzas del mercado como protagonistas de un modelo económico  descentralizado que permite el ascenso social del pobre por méritos propios.

Treinta años después, el victorioso gallo de finales del siglo pasado pierde las plumas, una por una, puesta en evidencia su debilidad ante el ataque de un simple virus.

La iniciativa individual ya no es el motor de la economía mundial. El hombre hecho a sí mismo, arquetipo  del sistema estadounidense, es un concepto romántico del pasado, rebasado por gigantescos monopolios que absorben mercados, empresas y personas como grandes aspiradoras globales.

Desafiar a Amazon, a Netflix o a Apple resulta una labor imposible para contendientes novatos. No resulta menos difícil si hablamos  de Telcel, Elektra, Cemex, Grupo México o BBVA. Sólo otros gigantes podrían  hacer frente a los colosos que amasan dinero vertiginosamente como único móvil, justificado por una ideología  neoliberal de asociación entre el poder político y el económico para el bienestar de un mundo a quien no le han avisado, sumiéndolo en una vorágine de consumismo que agota sus recursos naturales a una tasa más allá de cualquier posibilidad de reposición, sean peces, aire, agua o animales privados de su hábitat. Sólo los pobres parecen aguantar la embestida a pie firme, con una resistencia a toda prueba cuyo único fin es  sostener a una familia que permita la continuidad del perverso esquema.

En la inolvidable película de dibujos animados de mi infancia  La espada en la piedra,   el mago Merlín y Madam Mim se enfrascan en un duelo de magia. Mim se transforma sucesivamente en cocodrilo, zorro, gallina, elefante, tigre, serpiente, rinoceronte y, finalmente, dragón morado, lo cual estaba prohibido por las reglas.  Merlín, por su parte, siempre a la defensiva, inicia como tortuga y después se convierte sucesivamente en conejo, gusano, morsa, ratón, cangrejo, cabra y, finalmente, tras la trampa de Mim, en un minúsculo microbio denominado   Malagripa copterosis,  el cual le provoca a la malvada bruja una enfermedad caracterizada por fiebre, calosfríos y estornudos violentos…  Cualquier parecido con la realidad del siglo veintiuno es mera coincidencia.

Así, el gigante tramposo, el capitalismo a ultranza alejado de su ideal de libertad y autodeterminación individual, sucumbe ante algo tan pequeño como un virus, enseñando los calzones sucios debajo de los sofisticados ropajes, la tablet, el celular y los innumerables artículos entregados puntualmente por el Amazon del consumismo sin límite de nuestro mundo actual. 

No es la iniciativa individual ni los mercados, puntales de la mano invisible de Adam Smith que conduce a la  eficiencia productiva y de distribución, sino los pasajeros de un automóvil lujoso, conducido por un chofer que protesta por los atropellos de transeúntes inocentes   ante la indiferencia del jefe, completamente inmerso en su computadora personal en el asiento trasero  dirigiendo el destino de una economía mundial de concentración inimaginable y problemas de distribución del ingreso, contaminación y consumo irracional de recursos cuya renovación está en un serio problema. 

Es algo sencillo de explicar, como   hizo Newton hace más de 300  años  al formular su primera ley,  denominada de la inercia,  la cual establece que un cuerpo permanecerá en movimiento a no ser que una fuerza externa lo detenga. Si los dueños del balón continúan buscando una mayor utilidad en una carrera sin fin, alimentada por sofisticados esquemas   de propiedad, flujos de capital y búsqueda de un retorno que les permita sobrevivir, el destino del planeta y sus habitantes, no únicamente los seres humanos, depende de la creación de esa fuerza externa que detenga la irracional carrera del mundo hacia el abismo.

Creo que el hombre no es lo suficientemente fuerte como para acabar con la Tierra, pero sí lo es para eliminar a la especie humana de la faz del planeta, con enormes daños colaterales.

El concepto de Antropoceno    empieza a permear. Esta noción  se refiere al periodo  transcurrido desde la aparición del hombre, hace 200,000 años.

Entre algunos efectos de la especie humana sobre el planeta se encuentra el acelerado ritmo de extinción de especies, 100 veces más veloz que el  que hubiera ocurrido de no existir el líder de la cadena alimentaria. La  población de animales salvajes es la mitad de la existente en 1970. Hay 50,000 orcas en los mares de la Tierra, número equivalente al   de habitantes de un pueblo; la pérdida de biodiversidad, conocida ya como la sexta extinción masiva, se califica  como una aniquilación biológica.

Somos 7,500 millones, y creciendo, cuando hace 200  años apenas llegábamos a los 1000  millones. No es cosa de ponernos malthusianos. El planeta soporta sin problema la población actual y más. El tema es la manera en que consideramos a los recursos naturales: creemos que se trata de    algo de lo que podemos disponer sin costo.

La buena noticia es que tenemos la capacidad para revertir la situación actual en unas cuantas décadas. Podemos hacerlo si difundimos el concepto de que la familia pequeña vive mejor y somos congruentes  con el postulado, pero principalmente si  reconocemos que la relación entre el capitalismo  depredador y los recursos naturales de bajo costo tiene que cambiar.

Existe una leyenda que describe la existencia de gallinas sin patas, creadas genéticamente para dedicarlas a comer y poner huevo. Tal vez sea todavía un mito, pero no lo es la existencia de numerosos empresarios que verían con buenos ojos la alternativa para aumentar la productividad de sus granjas, alejando a los animales del desgaste cotidiano de caminar para alimentarse. Una realidad es la existencia de granjas donde las gallinas son obligadas a permanecer en gran número en un espacio limitado. De ahí viene el tema de los virus que pasan de animales a humanos. Igual suerte corren otros animales, clasificados genéricamente como   ganado,  lo que pone  en evidencia el único propósito de su existencia: alimentar a los seres humanos  sin importar sus condiciones de vida.

Si el huevo es relativamente barato, ¿cuál  sería el efecto de prohibir la existencia de las granjas de alta productividad? Evidentemente, el precio del huevo se elevaría, como ya es caro el huevo orgánico. Si  la pobreza todavía es un mal de nuestros tiempos, ¿quién podría pagar ese  alimento? Ése  es el otro tema delicado, pues existe todavía un enorme número de hombres y mujeres que trabajan  ocho horas o más al día por un ingreso que apenas les alcanza para sobrevivir. De alguna manera, ellos encajan también en el concepto de ganado, puestos al servicio de un sistema de producción para el cual son vitales si de continuar acumulando capital se trata.

Éste  no es un tema de capitalismo o socialismo; tan nocivo es el capitalismo depredador como el socialismo de dádivas y captación de clientela electoral. Se trata de terminar con un esquema que utiliza a la naturaleza y a otros seres humanos como recursos baratos de los cuales se puede echar mano, pues para eso están ahí. Avanzamos hacia la “europeización” del mundo, a mediano plazo, borrada la distinción entre ciudad y áreas rurales, convertidas éstas en espacio para la agricultura de alto rendimiento, la industria y algunos jardines para   solaz de los únicos con derecho, si acaso con un tigre, un elefante o una cebra para enseñar a las futuras generaciones   la existencia de otros habitantes del planeta, desplazados por seres humanos, animales domésticos y ganado.

Las opiniones expresadas en los artículos firmados son las de los autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de El Asegurador.

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