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Dime qué crees y te diré de qué te ofendes

Charlemos seguros

El asegurador

Seguramente, muchos de nuestros lectores están familiarizados con la expresión generación de cristal o de mazapán, que se refiere a la fragilidad de sus miembros ante ciertos temas sociales. En lo personal, no soy amiga de rotular a generaciones o personas. Sin embargo, considero que el tema de la ofensa (o, más bien, de sentirse ofendido) ha cobrado una importancia capital en estos tiempos.

Hoy se habla con mayor naturalidad y ligereza de discriminación, e incluso contamos con términos nuevos para referirnos a estas realidades, como foodshaming, bodyshaming o colorshaming (ofensas por la alimentación que cada uno elige o por la talla corporal, por el color de piel, etcétera).

La primera vez que los escuché me causaron sorpresa porque me costó concebir que este tipo de prejuicios estuviera normalizado. Y no lo menciono por los emisores de las ofensas, sino por los receptores, que defienden este derecho; porque siempre he creído que el dilema no está en lo que se dice, sino en la forma en que lo dicho se recibe. Por lo tanto, el trabajo de desactivar estas conductas anómalas radica en gran parte en el receptor, desde mi punto de vista.

Una persona me platicó que había tomado un curso de autoayuda y que no le había gustado del todo porque percibía que el trasfondo del contenido implicaba hacerse responsable de uno mismo, y no estaba de acuerdo con eso porque “hay situaciones que dependen de los otros, de las heridas que los otros hayan causado en mí”, afirmó. Estoy segura de que no le gustó porque darnos cuenta de que la gran mayoría de las cosas que nos ocurren dependen de nosotros puede ser escalofriante; aunque al mismo tiempo es liberador. Y lo creo firmemente. No somos responsables de lo que nos ocurre, pero sí de la forma en que respondemos a lo que nos ocurre, incluida, en este caso, una ofensa.

Descubro, especialmente en las redes sociales, las polarizaciones que existen sobre si una ofensa vale como tal o no. Y particularmente creo que no podemos saber si algo es ofensa o no porque eso depende de la experiencia personal. Lo que sí sé es que la forma de reaccionar del ofendido hablará de cómo se ha elaborado el ataque, ya que se puede responder con una carcajada, el establecimiento de límites claros o incluso un golpe. Esto último, bajo cualquier ley, amerita penalización. Y, cuando hablo de una carcajada, hago referencia a la capacidad de humor que se pueda expresar. No tener sentido del humor es como vivir en un campo de concentración de forma voluntaria.

Hemos avanzado en tecnología, medicina, interconexión, etcétera, y a veces considero que emocionalmente estamos en la edad de piedra. Me pregunto ¿por qué hemos subrayado de forma constante nuestros derechos? ¿Por qué nos hemos llenado de orgullo diciendo que nos defendemos, cuando en realidad hemos olvidado que cualquier derecho conlleva una obligación y que debemos tener en cuenta también los derechos de los otros?

Y esta obligación a la que me refiero me parece que radica en hacer un análisis personal de por qué nos sentimos ofendidos. Existe el “victimismo chic”, que implica, en primera instancia, percibir al otro como agresor antes que hacer una revisión de qué nos pasa personalmente con lo que esa persona dice o hace.

Nietzsche lo expresa sabiamente de esta forma: “La oveja dijo al águila: ‘Por tu culpa no puedo volar’”.

Es importante mencionar que cada uno de nosotros ha generado una memoria semántica, es decir, el conocimiento que hemos acumulado a lo largo de nuestra vida nos permite evaluar el significado de la información que recibimos. Por lo tanto, creo que el gran trabajo que se tiene que realizar es hacer un análisis personal. Por ejemplo, a la persona que se siente agredida u ofendida con el foodshaming la invitaría a reflexionar:

¿Por qué lo que dice la otra persona me lastima?
¿Qué es lo que realmente me duele?
¿Qué aspectos de mí toca?
¿Es una ofensa que verdaderamente conculca mi dignidad personal?
¿Este dolor lo podré convertir en una acción?
¿Hay algo que yo pueda hacer para no sentirme herido?
¿Habrá algo en mi pasado que no esté resuelto?
¿Cuál habrá sido la intención de quien profirió esta ofensa?

Probablemente, la respuesta será: “¿Tengo que pensar en todo esto? No. Es muy difícil”. Por supuesto, el trabajo personal implica mucho esfuerzo, ya que es más fácil juzgar al otro que pensar sobre uno mismo.

En arquitectura, se dice que las crisis (terremotos, por ejemplo; en este caso, una ofensa) revelan el código de una construcción. Sería conveniente preguntarnos: ¿de qué estamos construidos? ¿Qué tan gruesa es nuestra piel ante situaciones adversas o palabras hirientes? Una máxima en psicología reza: “Si reaccionas mal, es porque ese tema lo estás trabajando mal”.

Optar por sentirnos heridos indefinidamente por la ofensa que nos han infligido significaría perpetuar el conflicto. En esta época se mencionan de forma constante el sinnúmero de ofensas que se expresan y que las redes sociales se han encargado de expandir hasta cotas inimaginables; y poco se habla del perdón. El recordar de forma constante al “verdugo” provoca cansancio; el perdonar es un acto de una sola vez, y es liberador. Aquel que se mantiene en el rencor actúa como el que toma veneno esperando que el otro se muera.

Las ofensas te parecerán grandes o pequeñas dependiendo de si tú eres grande o pequeño. Cuanta menos importancia tenga tu ego en la vida, más capacidad tendrás para aceptar lo que ocurre.

Las personas que buscan motivos para ofenderse los hallarán siempre, pero se puede decir que son ellas quienes tienen un problema por resolver. Alguna vez leí que se llaman “personas astilla”: pasen por donde pasen se sentirán lastimadas, por su hipersensibilidad, y actualmente se jactan de tener derecho a exigir que los demás las traten con respeto, entendido esto como “No hagas nada que me ofenda”, o “Que se me trate como yo lo deseo”. Y aquí es importante subrayar que el otro debe adivinar esos deseos. Pero el respeto real radica en la tolerancia activa a la diferencia. Aprendamos a celebrar las diferencias, no a vivir en el infierno de lo igual.

No se trata de género, de preferencia sexual, de ideología política, de estilo de comer… Se trata simple y exclusivamente de humanidad.

Quiero subrayar que, por supuesto, en ningún caso debemos permitir que nos falten al respeto o nos dañen. Existen situaciones de evidente insulto o clara agresión en las que será lógico, y hasta saludable, sentirse ofendidos para defender la integridad personal. Sólo creo que, para hacerlo, será conveniente aprender realmente a poner un límite, que implica tres aspectos importantes: la intensidad con la que exprese el límite (no es lo mismo expresarlo con gritos que con firmeza); el contexto en el que esto se realiza; y considerar que no haya afectación al otro, porque, si se afecta, entonces se estará cayendo justamente en lo que se critica. Lamentablemente, hace tiempo vi una escena de un diputado que le decía a otro a gritos: “Respétame, &%$#&”.

Si te ofenden, nunca pagues con la misma moneda, paga con un billete. Eso es tener clase. A veces, la simple presencia del otro implica una ofensa para alguien más. ¿De quién será la responsabilidad? Espejito, espejito…

Las opiniones expresadas en los artículos firmados son las de los autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de El Asegurador.

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