Comencé a escribir esta columna 19 días después de que el huracán Otis azotara el estado de Guerrero con toda la fuerza de su categoría 5 y luego de revisar las primeras planas de los diarios, encontrando sólo una nota de unas cuantas líneas que daba cuenta de los problemas de basura en Acapulco, una de las ciudades de aquella entidad más afectadas por el fenómeno meteorológico.
Somos de memoria corta y dejamos de lado asuntos que están lejos de ser resueltos, porque es claro que las consecuencias del evento se encuentran lejos de su resolución en prácticamente todos los sentidos, pero que es necesario esconder, por así decirlo, sobre todo porque los tiempos políticos apremian y el mejor camino parece caer en la manipulación y hasta el engaño.
Daños derivados de huracanes no son nuevos en nuestro país, aunque no de la magnitud que Otis ha ocasionado ni, quizás, de la espectacularidad que se observa en Acapulco, un puerto cuya fama se presta a la mediatización, aunque otras localidades de la entidad estén sufriendo no sólo los efectos del fenómeno natural sino también de los intereses, en especial, los políticos.
Recordamos, en este contexto, un sismo como el ocurrido en 1985, aunque para muchos tenga mayor frescura el acaecido en septiembre de hace seis años. Los efectos ocasionados por aquel movimiento telúrico causaron daños materiales que, pasados los años, han estado sin solucionarse, a la vez que muertes en un número impreciso, una cifra que oscila tanto que se pierde de vista su dimensión.
En 1985 era yo director general del periódico El Asegurador, una marca que hoy en día constituye una plataforma de comunicación en temas relacionados con seguros. El sismo ocurrió el 19 de septiembre de 1985 y en nuestra edición del 30 del mismo mes, le dedicamos la portada al tema. Comenzamos por señalar: “Afloran la virtud y el populismo, tras el siniestro”.
Claro que el señalamiento apenas ocupaba una columna. La nota principal exponía la intención de, anotamos, “un sistema asegurador en movimiento”, que se proponía manejar “un justo y equitativo pago de indemnizaciones de los daños ocasionados por el terremoto. Como ahora, se agregaba, el evento sería una prueba de fuego para el sector y, asimismo, que era una oportunidad única para el seguro.
Aquellos días, los reaseguradores decían que sería total su respaldo a las aseguradoras mexicanas; los ajustadores, que flexibilizarían sus labores en beneficio de los asegurados; los agentes destacaban la importancia que su asesoría tendría con los clientes, y los consumidores hablaban del bajoseguro, un problema presente también en un evento de la naturaleza como Otis.
Como es lógico, de aquella experiencia que tratamos desde todos los ángulos entonces, gracias a que sólo días antes se había llevado a cabo una reunión internacional para tratar el tema de los sismos, se obtuvieron muchas lecciones, aprendizajes que fueron aprovechados para mejorar la respuesta a este riesgo desde distintas perspectivas. Claro, luego vienen los olvidos.
¿De qué se hablaba entonces, hace 38 años? De la necesidad de enfrentar el reto; de crear sistemas de protección más realistas para los riesgos de la naturaleza; de la revisión de la Ley Sobre Contrato de Seguros; de tomar acción con la corrupción, irresponsabilidad y la desorganización; de la contratación de seguros con la debida asesoría; de realizar ajustes más expeditos en favor de los usuarios.
No faltó la sugerencia de aprovechar las lecciones derivadas del evento; de tomar conciencia, como consumidores, de no caer en falsos ahorros de primas cayendo en el bajoseguro; de las zonas sísmicas; de una tarifa en competencia sana para manejar bien el riesgo de temblor; de lo cíclicos que son los terremotos; de que no había ni bajoseguro ni sobreseguro en 95 de cada 100 condominios, pues sólo cinco, la diferencia, estaban asegurados.
Se escribió de una propuesta de constituir una aseguradora latinoamericana contra catástrofes; de los orígenes de la cobertura de terremoto que se manejaba en nuestro país, haciéndose notar también la pobre estimación de daños producidos por la presencia de temblores, así como de la importancia de fomentar una efectiva administración de riesgos.
Se pusieron sobre la mesa los temas de la asegurabilidad de un riesgo que afecta zonas donde una vez que ocurre, las personas vuelven a construir; del imperativo que resulta trabajar en la predictibilidad; lo ilógico, como consideran el asunto los japoneses, de querer colocar terremoto en la ley de los grandes números…
¿A qué vienen estos recuerdos? A servir de punto de partida para ver cómo se avanza en otros riesgos naturales, como los huracanes, por ejemplo. Entran en juego los productos, su precio, su distribución, su entorno jurídico –que puede facilitar o dificultar toda la cadena de valor– y toda una gama de aspectos que conducen, finalmente, a la asegurabilidad de esta clase de riesgos.
Claro, en el entendido, como se dice coloquialmente, que todo riesgo es asegurable, aunque tiene su precio, y de que el riesgo climático es un tópico que no puede seguir siendo un diálogo de sordos, habida cuenta de que sus repercusiones no sólo son económicas, sino también políticas y sociales, y nadie puede presumir hoy que tiene al ciento por ciento definida la respuesta que está comprometido y obligado a dar, pues las palabras, por muy bonitas frases y operaciones que con ellas se estructuren, no bastan como contestación a demandas generales o puntuales.