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De la enseñanza retórica al aprendizaje significativo

Charlemos seguros

El asegurador

Con 35 años de impartir capacitación y 25  de intermediar seguros para varias empresas, en las últimas semanas he sostenido   enriquecedoras pláticas con aseguradores, capacitadores y amigos, de esos que uno va haciendo a lo  largo de la vida laboral en este apasionante sector asegurador.

Las conversaciones, ricas en terminología técnica, anécdotas e historias llenas de recuerdos inolvidables, aderezados con  la no menos tradicional picardía, han referido la evolución apresurada que se experimenta en la actividad docente dentro del sector asegurador, desde aquellas presentaciones en acetatos con retroproyectores,   proyectores de cuerpos opacos y los primeros cañones (cuyo tamaño era de un auténtico misil), hasta las videoconferencias, canales digitales para llegar a más personas y la tecnología de la comunicación por medios electrónicos.

Recordábamos esas sesiones de “inmersión total”, cuando el sector tenía presupuesto para organizar capacitación en paradisiacos  destinos morelenses y guerrerenses, o de plano en los centros de capacitación que, en su momento, fueron de absoluta necesidad para albergar a agentes novatos y experimentados  en la década de los ochentas y noventas. Cursos de noveles de 40 horas en poblanas sedes, seminarios de Vida y Daños en queretanas tierras; y los ajustadores, a cursos de una semana en guanajuatenses destinos de barroca arquitectura. ¡Ah, qué tiempos aquellos!

Los procesos de enseñanza fueron, desde aquellas épocas, complementados con las tecnologías modernas. Manuales, proyecciones, dinámicas, películas, videograbaciones,  evaluaciones y toda una parafernalia pedagógica para “transferir el conocimiento” se veían coronados con clausuras majestuosas donde el alimento y la bebida, la música y el baile, la camaradería y la amistad  llegaban a excesos de bacanal, evidente a la mañana siguiente de semejantes jolgorios.

El aprendizaje, por su parte, se veía reflejado en disminución de errores, mejores ambientes de trabajo e incremento en las ventas por una buena parte de los asistentes;  aunque, ciertamente, jamás llegaron al ciento por ciento. Los que no lo lograban sólo acudían a divertirse y despacharse con la cuchara grande en aquel buffet para desayuno, comida y cena, la barra libre en la clausura y los viáticos que cobraban por taxis, comidas y demás accesorios a su regreso. No había celulares, redes sociales ni tabletas electrónicas. Acaso  algunas computadoras de incipiente tecnología y copiadoras de uso industrial que reproducían miles de hojas con información y textos pletóricos de importantes conocimientos que se debían obtener durante esos cursos.

Los años avanzaron, los presupuestos de capacitación disminuyeron, y la tecnología terminó por desplazar algunos programas, sobre todo cuando las certificaciones se convirtieron en complejos modelos electrónicos para acreditar la capacidad técnica respondiendo lo que las cosas no son.

La capacitación, además, sufrió una importante disminución en el interés de las aseguradoras cuando se renunció al reclutamiento  de nuevos talentos en la mayoría de las empresas como respuesta a obligaciones contractuales de incalculable costo e imposible retorno de inversión. Las que aún lo practican  apuestan a desarrollar vendedores que vendan, más que asesores que profesen una vocación aseguradora inspirados en aquellos promotores experimentados e instructores entrenados en los procesos de enseñanza/aprendizaje.  Lo peor es que, al parecer, todo toma la velocidad de un clic. Un asesor debe dar resultado en tiempo récord para poder recuperar la inversión que se hace en ellos. Quien garantice el resultado rápido tendrá la preferencia de aquel que lo ha contratado, a pesar de que  quien reciba la capacitación sea un novato con días de experiencia en la apasionante actividad aseguradora.

La enseñanza, desde la perspectiva  pedagógica, se enriquece con la llegada de la tecnología. El aprendizaje me temo que no siempre,  con todo respeto a quien disienta de esta afirmación. El sector ha perfeccionado los procesos de enseñanza, presentación, videocapacitación  y hasta democratización  del conocimiento, concepto que, desde mi apreciación, apunta más a un intento de socialización que a una verdadera cultura democrática de garantizar el derecho legítimo a ser capacitado por quien contrata a un vendedor. Socializar el conocimiento haciéndolo gratuito  tiene una vertiente de costo oculto que alguien, en algún momento, estará pagando.

El proceso de enseñanza/aprendizaje  parece haber avanzado en la primera variable del binomio, no siempre en la segunda. El proceso que no avanza simultánea y equitativamente tiene el riesgo de caer en resultados rápidos, más que permanentes, lo que conduce irremediablemente a una decantación importante del canal de agentes de seguros. Los canales alternos dejan de serlo, convirtiéndose en algunos casos en canales primordiales para el desplazamiento de productos financieros cuyo uso implica necesariamente  saber cómo funcionan. El avance en el proceso de enseñanza convirtió a los instructores en eruditos. El retraso en el proceso de aprendizaje, en cambio, lo convierte en innecesario, y por ello absolutamente sustituible por un modelo “a distancia” o, acorde con los anglicismos comunes, de “e-learning”.

En números anteriores de este mismo rotativo  se ha promocionado la serie de principios y valores  que sustenta la permanencia del canal de agentes de seguros, centrándola en la contundente realidad de su asesoría. En tal virtud, sostengo que el  asesor es al cliente  lo que el instructor es al participante.  Pretender eliminar al asesor detona la corriente que lo defiende por la misma razón que parece buscar sustituir o de plano eliminar al instructor. Esta realidad suena disonante, y  en algunos casos hasta perversa.

El asesor es indispensable para exponer didácticamente las condiciones de uso de un contrato de seguros a una persona que no está obligada a saber  con detalle de ellas. De la misma forma, el instructor es indispensable para entrenar al asesor en semejantes competencias. Un curso de cédula “interactivo” puede haber sido construido con la didáctica y pedagogía suficiente para quien lo hizo;  no siempre para quien lo usa. Además, si sólo se busca acreditar un examen, sin reparar en el hecho de que la asesoría es el fundamento de tales conceptos, estaremos permanentemente ante la realidad de clientes insatisfechos que comprenden poco de lo que dice el contrato porque quien se lo explicó reprodujo lo que leyó en su programa virtual, con pocas posibilidades de ofrecer  una exposición emotiva, como lo haría quien, con la experiencia y pasión por delante, imparte un tema. Además, el curso “e-learning” sólo busca acreditar, nunca entrenar al sustentante.

El asesor es indispensable en la comercialización de un seguro, ya que actuará frente a alguien que  desconoce el tema. De igual forma, el instructor es indispensable en la capacitación de un asesor, ya que quien acude a un curso desconoce la aplicación práctica del concepto que debe saber para asesorar a su cliente. El asegurado es el cliente del asesor de la misma forma que éste es el cliente del instructor.

En la edición del periódico El Asegurador  del 15 de octubre  se reseña que el presidente de AMIS, Manuel Escobedo Conover, al inaugurar la Semana de Educación Financiera,  resaltó que la población debe fungir como un “administrador de riesgos” para estar entrenada en las elecciones precisas en materia de retención, mitigación o transferencia de riesgos. Nada más acertado que tal afirmación, sobre todo si consideramos que la población, en materia de prevención de riesgos, resulta poco informada y culturizada.  La inquietud que subyace es la forma en que la población logrará informarse de las fórmulas existentes para tales elecciones con tan solo 62 mil agentes certificados y miles de aficionados que se dedican a vender sin autorización, no a asesorar. Peor aún, cuando de esos 62 mil que han acreditado la capacidad técnica sólo unos cuantos, muy pocos, se encuentran debidamente capacitados  por instructores certificados en la transferencia de conocimientos, vivenciándolos con ejemplos reales de riesgos ocurridos, coberturas necesarias y exclusiones que impedirían la indemnización de un contrato.

Recurrir a la práctica virtual para reducir costos en capacitación  se aleja del objetivo propuesto por Escobedo Conover; aunque, en el plano estrictamente financiero, se “ahorre  una buena cantidad de dinero”. Jamás será lo mismo un programa virtual que uno presencial; aunque, por otro lado, la capacidad didáctica de quien instruye es, ciertamente, lo que marca la diferencia. Transferir un conocimiento exige   habilidades didácticas que incluyen las emociones como parte fundamental. La instrucción requiere, en algunos casos, habilidades histriónicas para garantizar que todos, absolutamente todos, vivencien lo expuesto, lo archiven con una codificación hasta lúdica  y estén en posibilidad de recuperar ese archivo en cualquier momento frente a su cliente cuando se trate de explicar una cobertura, un producto o una exclusión.

Emocionar al participante significa para el instructor  lo que significa para el asesor emocionar al cliente.  El instructor busca transferir un conocimiento; el asesor,  convencer de la importancia de anticipar una pérdida derivada de un riesgo natural, legal o humano. Si un participante termina un curso confirmando su elección de haberse asegurado o deseando hacerlo a la brevedad, ello significará que ha sido bien estimulado por quien lo instruyó y estará listo para reproducir  el ejercicio con sus clientes. La secuencia asesor-cliente tiene un paso previo: instructor-asesor. ¿Es esto posible en la capacitación virtual?

La polémica llevada a extremos de paranoia por los agoreros de la extinción de los agentes de seguros sostiene,  con sobrada razón, que es la asesoría el diferenciador básico de su existencia por sobre los canales alternos y que ello será el pilar de su supervivencia ante el embate tecnológico del presente y del futuro. Subrayan que es preciso emocionar al cliente para que se decida a comprar y, con ello, garantizar el éxito en la apasionante carrera de asegurador. Ante tales convicciones, propongo que los instructores de seguros en cualquier modalidad (cédulas, técnicos, productos, ventas, administración, estimulación) no puedan  ser sustituidos por programas pedagógicos “en línea” por la misma razón que esgrimen los defensores del gremio asegurador.

Al final, será la población quien goce de los beneficios de ser atendidos por asesores bien entrenados en tan venerable misión, más que por educados y puntuales robots. La población atendida deberá estar en el  centro del modelo, más que los agentes exitosos que son estimulados por la campanita del dinero y la exhibición del progreso financiero en los pomposos eventos que se organizan en el sector. La capacitación presencial tiene un costo menor   que algunos eventos sociales organizados por importantes firmas; aunque, por razones estrictamente comerciales, se prefiere esa inversión que pagarles un buen curso. Capacitar o estimular podría convertirse en estimular capacitando. Mientras se precise de los asesores, el instructor presencial será indispensable.

En época de “transformaciones”, la que parece venir tiene, irónicamente, una mayor posibilidad de permanencia para quien instruye que para quien solo vende. Y esto es así en virtud de la contundente realidad de que el  usuario del seguro, siguiendo la propuesta de Escobedo Conover, necesita ser capacitado para que pueda elegir entre un asesor o… un portal. Si la premisa es acertada, los instructores podrán subsistir capacitando consumidores, más que entrenando asesores.

¿Habrá espacio para ambos?

Las opiniones expresadas en los artículos firmados son las de los autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de El Asegurador.

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