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Cuatro cosas

Charlemos seguros

El asegurador

Vi un video producido por una mexicana que vive en Noruega  en el que ella habla de las cuatro cosas que odia y las cuatro cosas que ama de Noruega. Es lo mismo que en México, pero al revés.

Como México no hay dos; en cambio, Noruega, Suecia, Finlandia e Islandia sí se parecen mucho.

La primera cosa odiada  por nuestra compatriota residente en Noruega es la aburrida uniformidad exigida por la cultura del país: “No pienses que eres mejor o que vales más que los otros ciudadanos”:     ése es el mensaje cultural reforzado de mil maneras. Está mal visto en el país nórdico que te vanaglories de tus logros; lo recomendable es pasar inadvertido,   mantener tus asuntos personales en un discreto silencio y no hacer olas.

Es como un decreto de conformismo enmarcado en la igual vestimenta de los habitantes, sea en la oficina, la calle o esquinado en las montañas; es el comportamiento discreto de todos y la ausencia de preguntas y respuestas sobre temas que sólo atañen a cada individuo. Vas a un restaurante y observas a un grupo de 50  personas, todos en silencio y comiendo su platillo. Ordenar fue sencillo: 17 del número uno, 17 del dos y 16  del tres. Existen los clones, pero sin rebelión.

La número dos son los odiosos monopolios noruegos que acaparan los mercados de productos lácteos, suministros para supermercados, producción de carne y pollo, vinos y licores y otros. No hay variedad, y cualquier producto nuevo, introducido por el monopolio de confianza, causa un silencioso alboroto, susurrado entre compañeros de trabajo, amas de casa y escolares.           

La siguiente característica de Noruega odiada por nuestra paisana es el extremo nacionalismo: Noruega es el “mejor país del mundo” y por lo tanto superior a los demás. “¡Qué  afortunada eres de vivir aquí!”,   le dicen a la inmigrante que apenas estrena su suéter blanco de líneas rojas en zigzag con cuello de tortuga. Entonces las cosas se hacen a la manera tradicional. Nada de ponerse el sombrero verde y empezar con peligrosas aportaciones creativas para cambiar la forma de siempre para poner un foco, construir un baño o arreglar el coche.

 Entonces los clones van por Noruega  pagando sus altos impuestos para que el sistema social provea a quien pierda  el trabajo, se enferme o sufra alguna desgracia que requiera el apoyo solidario de una sociedad con el mapa de riesgos detallado en la mano y la descripción de todas las vicisitudes que pueden azotarla. No procuran destacar ni cambiar los dictados tradicionales sobre trabajo, ocio, descanso o relaciones interpersonales.

La última cosa de la lista es la comida: sin  sal;  ni chile, por supuesto. Y salir a un restaurante se hace sólo en ocasiones especiales y en grupo. La tradición en reuniones es colocar en una mesa carnes frías y otras viandas para que cada quien se prepare su sándwich. Convencional, aburrido y poco frecuente.

Y, cuando parece que ya nos queremos regresar al guapachoso  México, surgen las cuatro cosas que nuestra mexicana ama de Noruega. Dan ganas de llorar, por supuesto, y de inmediato cancelamos los boletos. Surge la bandera noruega y la colocamos en la mesa, en el árbol de Navidad y en la ventana, sea o no una ocasión especial, con pecho henchido y abrazando fuertemente una foto de paisaje nevado a riesgo de romper el cristal del cuadro.

Los noruegos son silenciosos. Silencio. El que yo guardo y el que mantienen los demás, conscientes del derecho ajeno a vivir en paz. No hay ricos y deliciosos tamales oaxaqueños, colchones, lavadoras o fierro que vendaaaaaaan,  camotes chifladores, marimba ni lastimeros trompetistas de los domingos en la tarde que acosan las colonias clasemedieras solicitando, pidiendo y exigiendo que les den algo para sobrevivir porque no existe un sistema de apoyo social, excepción hecha del que existe para  los clientes de Morena.    

No hay perros de inquilinos, atraídos por la inconcebiblemente mala decisión de declarar al condominio como “pet friendly”, para permitir a la ignorante del piso de arriba dejar solo a su perro para que ladre a sus anchas, a pesar de las quejas de los vecinos para que lo acalle  de una vez, mientras ella declara a voz en cuello que “los perros ladran”, que es “su casa” y que “no le cuesta el abogado” porque ella ejerce como leguleya en algún juzgado cercano. Hasta que a alguien menos (¿o más?) civilizado se le ocurre envenenar al chucho, propiciando las lágrimas y la venta expedita del departamento para buscar algún lugar alejado de “esta bola de nacos desconsiderados”. Tejido social en franca descomposición, ley del más fuerte y toma de justicia por propia mano. ¿Les suena? Y están, por supuesto, los motociclistas, que hasta modifican el escape de la máquina “para que se oiga más chido”. 

Es inexplicable la permisividad de las autoridades hacia estos infernales  vehículos que circulan sin silenciador, produciendo un desagradable ruido muy por arriba del nivel máximo permitido (68 decibeles de las 6:00 a las 22:00 h; y 65 decibeles de las 22:00 a las 6:00 h, según las recientes reformas y adiciones a la Ley Ambiental de Protección a la Tierra, publicadas el 23 de abril de 2021 en la Gaceta Oficial de CDMX). ¿Por qué la concesión? Tal vez los motociclistas hacen mucho ruido para que los vean venir y no los atropellen, ¿pero qué culpa tenemos los demás?

Mi hija vive en el Centro de  Ciudad de México, adonde se  marchó hace poco para vivir con dos “roomies”. Dos plagas la azotan: la  música a todo volumen del puesto de tacos de la esquina y el ruido del camión de basura que puntualmente se aposta bajo su ventana.

Y un último caso: la  alarma del banco  Santander, que se puede escuchar  a varias cuadras a la redonda, detonada varias veces a lo largo del día  por un sistema muy sensible. El gerente  del banco se refiere a algún departamento interno de Seguridad, y los policías que acuden al lugar cuando los vecinos llaman al  911 después de una hora de escuchar el desagradable sonido simplemente declaran: “¿Y qué  quieren  que hagamos?”.

Cuando de plano nos amarramos al asiento marca Ikea  de nuestro pequeño comedor del departamento ubicado en algún barrio de Oslo, es cuando escuchamos de la equidad de género: un  director general  pide a uno de sus directores que acuda a una junta esa tarde, a lo que el requerido contesta negativamente, pues “le tocan los niños”. Por otra parte, el sentido de dignidad humana propiciado por la igualdad prevaleciente en la distribución de la riqueza, y presente en cada interacción entre los habitantes y el sistema de bienestar, extendido a todos, constituye el orgullo del sistema escandinavo en general y noruego en particular. Paz interior, como diría Master Shifu; pago mis impuestos, y el sistema  se encarga de cuidarnos. Vale mucho la pena, según  la conclusión de la paisana.

Amo la comida mexicana, sea poblana, oaxaqueña, yucateca, veracruzana o de cualquier otro lugar, así como nuestras conversaciones y la experiencia de ir a un restaurante a comer o tomar un café.   La calidad y calidez del servicio es exportable. También nuestra individualidad y la capacidad de expresar lo que pensamos y sentimos.   La familia mexicana, aun ante los ataques de la cultura importada, sobrevive solidaria y omnipresente como un factor de arraigo.

Lamentablemente, el deterioro del tejido social, exhibido por medio  de múltiples manifestaciones de descontento, necesidad imperiosa, valemadrismo y falta de respeto hacia los demás, avanza cada día. La balanza se inclina cada vez más hacia el lado peligroso, fenómeno propiciado por el pésimo desempeño y la corrupción de los gobernantes, así como por la apatía de los gobernados. Inseguridad, miseria, ruido, basura, falta de oportunidades, discriminación y desigualdad cobran su peaje de manera cotidiana.

Las opiniones expresadas en los artículos firmados son las de los autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de El Asegurador.

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