Un día, un maestro me preguntó: “¿Cuándo fue la primera vez que tomaste conciencia de que llevas a la nada dentro?”. Reaccioné de forma desconcertada. Al mismo tiempo, dejé que la pregunta me rondara por la mente.
Es cierto. Darnos cuenta de que un día seremos nada es perturbador, y nuestra primera experiencia con la muerte siempre nos inquieta porque nos enfrenta a nuestra existencia; nos noquea demostrándonos que, efectivamente, de un segundo a otro podemos esfumarnos, sin un hasta luego, sin una última plática, sin un último te quiero.
Existe una estadística de la OMS que menciona que el 60 por ciento de las personas que mueren no tenían idea de que esto ocurriría; al menos no la tenían durante la semana previa al deceso. Se les preguntó a los sobrevivientes, quienes comentaron: “Me había compartido su nuevo proyecto”, “Quedamos de cenar en la semana”, “Tenía el viaje de fin de semana esperándolo”. Efectivamente, la muerte es la promesa que sabemos que siempre (sin excepción alguna) se cumplirá, y de todas formas nos estruja cada vez que se hace presente llevándose a nuestros amores o, en algún momento, a nosotros mismos.
Peter Thiel, el multimillonario fundador de PayPal, ha decidido invertir 430 millones de dólares porque desea profundamente que un día la muerte sea opcional. Afirma: “No acabo de comprender que de un día para otro la gente desaparezca; me niego a aceptarlo y busco revertir eso. La idea de volverme nada es entonces todo para mí”.
Creo que mantener esa postura sólo demuestra algo: quien no ha entendido la muerte no ha entendido la vida. No podemos mentirle a nuestra naturaleza. Es nuestra verdad más profunda, y comprender ese misterio de pasar del “todavía sí…” al “ya no” es lo que nos seguirá persiguiendo durante mucho tiempo, porque probablemente no encontremos una respuesta que brinde una paz total. (Tal vez solamente hasta que pasemos por ella.)
Una de las tradiciones más maravillosas de este país y que nos llena de gran orgullo es la del Día de Muertos. No existe otro país que tenga la capacidad de mezclar el júbilo con la muerte y que acepte de una manera tan original esta realidad. Esa forma de conmovernos ante la ausencia de nuestros seres queridos; el hecho de recordarlos en este mes (especialmente) y de colocar un altar esperando que una sola noche regresen a contarnos qué hay en el más allá es incomprensible para otras culturas. La muerte está tan segura de sí misma que nos da toda una vida de ventaja, dicen por ahí…
Si no existiera la muerte, la prisa por lograr metas, objetivos, se anularía. La muerte es la que le da un marco especial a la vida porque nos invita al cumplimiento de sueños antes de que caduquemos; y, a diferencia de Peter Thiel, considero que su principal valor radica en invitarnos a trabajar por un legado, a trascender, justamente a erosionar el no ser nada después de que abandonemos este mundo.
En mi vida, como todos, me he enfrentado al duelo de diferentes muertes. Pero la que más me ha marcado es la de mi padre, quien hace cinco años “se adelantó”. Y este adelanto, para mi gusto, fue algo benéfico y provechoso para nosotros, pues nos hizo descubrir finalmente la razón de ser de nuestra existencia. Cada aniversario aprendí a felicitarlo en su cumpleaños espiritual.
Estimado lector, quiero compartirte una experiencia personal que me hizo darle un marco diferente a la muerte.
Cuando mi padre falleció, recuerdo que en el velorio mucha gente se acercó a comentarme cómo había influido él en su vida. Me hablaban de mi padre de esta manera: “Nunca olvidaré cuando tu papá me tendió la mano en los momentos más difíciles”, “Siempre recordaré su escucha, sus consejos”, “Tu padre ayudó a muchas personas, y siempre lo recordaremos”.
Mi papá trascendió en estas personas por la manera en que se comportó frente a ellas; no por las metas que logró para sí mismo ni por los sueños que cumplió ni por los logros materiales que haya alcanzado, etcétera.
En uno de los últimos días que compartimos juntos en esta vida vimos la película de Antes de partir, la cual trata de dos hombres de la tercera edad que se conocen en un hospital al ser internados por una enfermedad terminal. Lamentablemente, a ninguno le queda mucho tiempo de vida. Esa noticia los lleva a cuestionarse lo que quieren hacer con el poco tiempo que les queda, y una de las escenas más notables, para mi gusto, es cuando uno de ellos le pregunta al otro:
—Dime, ¿fuiste feliz en tu vida?
—Sí, creo que sí… el balance es bueno.
—Ahora contéstame: ¿y tu vida hizo feliz a los demás?
Y recuerdo muy bien a mi papá diciéndome: “Ésa es la pregunta realmente importante que debemos hacernos”. Y me siento orgullosa de decir que después de su muerte la vida me sigue contestando.
Sí, él hizo felices a otras personas. Y, por lo tanto, me deja el enorme compromiso de imitarlo…, al menos hasta cierto punto; de cultivar esas cualidades que hasta la fecha recuerda toda la gente (y yo me incluyo en primer lugar) que tuvo el privilegio de cruzarse con él en esta vida.
Paradójicamente, por el hecho de que él ya no esté desde hace cinco años he comprendido que la muerte es el momento más importante de nuestra vida, porque justamente ahí habrá quedado sepultado el amor más profundo: el recuerdo que escojamos mantener de la persona que ya no está. Por lo tanto, quedará eliminada la pregunta de mi maestro, porque yo respondería: “No, no tenemos la nada dentro. Somos responsables de generar un legado y de ser una inspiración para que se nos recuerde por siempre”. Mi papá no se convirtió en la nada; al contrario, su esencia brilla más ahora, y yo sigo escribiendo historias con él, aunque físicamente ya no esté aquí.
Aprendí a sustituir preposiciones: de dejar de estar CON mi papá pasé a pensar que mi papá está EN mí.
Y, aunque los años pasen y los siglos lleguen a alcanzarme, yo no dejaré de sentir su ausencia. Eso no va a cambiar; sólo se seguirá acomodando. Su ausencia es tan intensa porque su presencia fue monumental para mí, y eso sólo me hace tener un corazón lleno de amor y agradecimiento eterno hacia él.