En el trayecto de una vida, muchas son las cosas que se aprenden. Algunas, por la aplicación frecuente, suelen ser de fácil comprensión. Otras, en cambio, cuesta trabajo entenderlas bien por su poca aplicación en los problemas comunes o por el elevado nivel de conocimientos necesarios para utilizarlas.
Un estudiante de nivel intermedio ha consumido 15 años aprendiendo materias que, en algunos casos, tendrán poca aplicación en la vida cotidiana. El ingreso a la universidad es el paso en que desembocó la vocación, el gusto o simplemente una elección tomada desde la investigación o la costumbre, la tradición familiar o el anhelo de una vida profesional económicamente productiva y monetariamente abundante. A partir de ese momento, mucha información obtenida en esos primeros 15 años se vuelve relevante o definitivamente inútil.
Sin embargo, existen conceptos que se aprenden en la vida familiar, dentro de casa. Muchas de las costumbres y hábitos tienen su origen ahí, por lo que, en algunos casos, pueden chocar con lo estudiado si la teoría es contraria a la práctica.
La educación, la decencia, la urbanidad, el lenguaje, los modales, algunos hábitos y toda una serie de convencionalismos sociales están asentados en la vida familiar, aun cuando no exista título o profesión de por medio. La carrera de la vida puede cursarse sin asistir a un aula. Sólo con aprender lo que se enseña en la familia mucha gente sobrevive; y en algunos casos hasta rebasa lo alcanzado por la generación que la formó.
La vida cotidiana se compone de una serie de rutinas. Cada quien desarrolla las propias a pesar de vivir en la misma casa. Cuando las rutinas de siempre se rompen y es necesario acordar unas nuevas con todos los miembros de una familia, ocurren fenómenos hasta ese momento desconocidos.
Tal vez cuando cada quien tiene su propia rutina laboral, escolar, o incluso hogareña, es capaz de soportar la presión de un traslado de horas para llegar a una oficina, en donde el estrés alcanza niveles peligrosos. Al terminar la jornada, debe enfrentarse un trayecto de regreso que suele durar varias horas, en medio de un tráfico infernal. Todo se tolera para llegar a casa y encontrar un espacio de solaz y tranquilidad. Hoy esa rutina está rota; y tal vez nunca vuelva a ser igual.
El hecho de que convivan en casa todos los miembros de la familia todo el día y a toda hora es una rutina inusual desde hace tal vez siglos. Si todos trabajan o algunos estudian, convivir en casa es hoy todo un reto, distinto en intensidad a los traslados a oficinas y escuelas pero que igualmente estresa y puede generar conflictos. Este confinamiento está evidenciando lo distanciada que estuvo la familia en aras del desarrollo y crecimiento de cada uno de sus miembros.
No obstante, el encierro trae consigo la maravillosa posibilidad de revisar un tema que, seguramente, en la inmensa mayoría de las familias representará un problema que se debe resolver de inmediato: la economía y las finanzas familiares.
Muchas familias tienen el mobiliario suficiente para el esparcimiento, diversión y entretenimiento de todos. Hay familias que en cada habitación —a veces hasta en la misma cocina— tienen pantallas o pueden activar sus aplicaciones de música en una potente bocina que no necesita cables para poder sonar. Muchas también gozan de equipamiento computacional para cada uno de sus miembros, lo que permite la distribución en lugares distintos de casa para poder trabajar o estudiar.
El vestido, por su parte, se reduce hoy a un pantalón viejo y despintado, una playera y zapatos cómodos, si no es que definitivamente chanclas. Los vestidos, trajes y corbatas pueden permanecer guardados en clósets y roperos al estar trabajando en casa. Los traslados se terminaron, lo que implica un consumo mínimo de gasolina para un auto que lleva semanas estacionado.
Ante esta nueva realidad, a pesar de ser pasajera, es conveniente inventariar lo acumulado en pertenencias, equipo, mobiliario y accesorios, aunque sea sólo para entretenerse y matar el ocio.
Hacerlo así permitiría distraerse un poco para alejarse de las preocupaciones por la caída de ingresos y el retraso en el pago de deudas. Es sobre eso, precisamente esa materia en la que converge el tema monetario, sobre lo que es preciso, indispensable, urgente e inaplazable sentarse a reflexionar aprovechando que toda la familia está reunida sufriendo los estragos de una crisis sanitaria y económica sin precedentes en la historia de muchos mexicanos.
Es un hecho que la población mexicana carece de la suficiente cultura en materia de previsión como para contar con seguros de Vida, Gastos Médicos, Hogar y Auto. Hay familias que sí los tienen y los conservan, situación que hoy, ante la necesidad de ingresar a un hospital, brinda tranquilidad al contar con capital para hacer frente al gasto sin tener que deshacerse del patrimonio mencionado anteriormente.
Los seguros son indispensables en las familias que no tienen capital para pagar pérdidas, aun cuando observemos la paradoja de que sean los núcleos familiares que sí lo tienen los que deciden contratarlos. Contar con protección financiera en tiempos como los actuales permite vivir tranquilo sabiendo que hay capital disponible en esos contratos para pagar pérdidas.
Sin embargo, existe un rubro que hoy, ante la crisis de ingresos y desempleo que se cierne sobre muchas familias, podría representar una solución de corto plazo para enfrentar las necesidades más apremiantes. Ese rubro es el fondo de emergencia.
Constituir un fondo para emergencias es un hábito en familias previsoras. Muchas, a pesar de serlo, se preocuparon sólo por contratar seguros, sin dar importancia al flujo de dinero que será necesario cuando un evento remoto, hipotético, catastrófico, inoportuno, dantesco o devastador confine en casa a la mitad de la población del planeta, dejándola sin dinero, sin trabajo y, lamentablemente, sin salud.
El fondo de emergencia, concebido para hacer frente a una enfermedad, un accidente, un sepelio, la descompostura del auto, la sustitución del refrigerador o el apoyo a un familiar o amigo, toma hoy una dimensión distinta, pues hace patente la urgencia de cambiar de hábitos financieros y dar preferencia a la previsión por encima de ese consumo irreflexivo que lleva a muchos a hacer acopio de posesiones. La ironía de la vida es que hoy todas esas posesiones permanecen guardadas porque las familias están recluidas en su propio hogar.
El fondo de emergencia familiar es la versión micro de las reservas que las economías nacionales constituyen para aliviar la operación y funcionamiento de entidades públicas, privadas y productivas. El Fondo de Estabilización de Ingresos Presupuestarios (FEIP), constituido por años dentro del Gobierno, tiene su equivalente familiar en ese fondo de emergencia, dinero que hoy representaría un alivio para muchas familias que han visto reducidos sus ingresos o se han quedado sin empleo. La cuantía de dicho fondo es cuestión de enfoques, pero según la Ley Federal del Trabajo debe ser cuando menos de tres meses de los gastos familiares.
La educación y el aprendizaje a los que nos referimos al inicio de este artículo toman relevancia ante la oportunidad de aprendizaje significativo que nos dejará esta crisis.
¿Qué habremos aprendido en materia de previsión?
¿Qué cambiará en la lógica financiera de las familias a partir de esta crisis?
¿Se preferirá invertir en instrumentos de previsión que en consumo tradicional?
Si bien gastar en todos los satisfactores existentes mueve la economía, es preciso recordar que un virus puede aniquilar todo el aparato productivo en tiempo récord. Conviene entonces priorizar la previsión por encima de esas prácticas del ahora pasado reciente y sólo gastar cuando se tengan las garantías suficientes.
La pandemia nos deja un aprendizaje significativo: quien no invierte en previsión está siempre en riesgo de pérdidas.