Era Stephen R. Covey quien afirmaba que las palabras contienen un poder inherente y que, bien utilizadas, constituyen una fuerza capaz de iluminar nuestro sendero y el horizonte que esperamos alcanzar; por el contrario, advertía, usadas de forma inadecuada y negativa, pueden socavar nuestras mejores intenciones.
No resulta difícil explicarse, entonces, por qué muchas palabras quedan cojas y no transmiten lo que alguien quiere, pues esto es debido, algunas veces, a que caemos en la rutina e incurrimos en una pobreza de lenguaje que, para empezar, conduce a una repetición indeseable de palabras, cuando hay sinónimos y un caudal de vocablos que pueden ayudarnos a ser más precisos.
Es Chris Anderson quien, en su libro Charlas TED, convoca a la reflexión y quien nos recuerda que las palabras sí importan en el ejercicio de comunicar, ya sea de manera escrita o verbal. Pero el director de TED se lamenta: “Hay coaches especializados en hablar en público que minimizan la importancia del lenguaje”.
El autor de la obra cuya portada anuncia que es “la guía oficial de TED para hablar en público” y que promete “todos los secretos de las charlas TED para comunicar tus ideas y generar impacto” atribuye esa inclinación de los coaches a los resultados de la investigación publicada en 1967 por Albert Mehrabian.
Y es que, en efecto, según aquel profesor, solo 7 por ciento de la eficacia de la comunicación se debe al lenguaje, mientras que 38 por ciento tiene que ver con el tono de voz y 55 por ciento, con el lenguaje corporal, lo que tuvo la desafortunada consecuencia de conceder mayor importancia al carisma y las formas que a las propias palabras.
Conviene, para dejar más en claro la idea, citar textualmente la explicación de Anderson:
“Por desgracia, se trata de una interpretación completamente errónea de los hallazgos de Mehrabian. Sus experimentos se centraron sobre todo en descubrir cómo se comunicaba la emoción. Así, por ejemplo, comprobaba qué ocurría si alguien decía ‘es bueno’ pero lo hacía en un tono de voz airado, o acompañando sus palabras de un lenguaje corporal amenazador”.
Y así prosigue el autor de esta obra tan recomendable para aquellos que gustan de hablar en público (incluyendo a los agentes, pues contiene una interesantísima serie de consejos en materia de persuasión) o escribir:
“Y sí, sin duda, en esas circunstancias las palabras no cuentan demasiado. Pero es absurdo aplicar eso al lenguaje hablado en general”. Y añade esto para tratar de desterrar la equivocada interpretación que se ha hecho desde hace mucho tiempo de las tesis de aquel autor: “Mehrabian está tan cansado de que su investigación se aplique mal que su sitio web contiene un párrafo destacado en negrita suplicando a la gente que no lo haga”.
Obviamente, el escritor de Charlas TED reconoce que comunicar la emoción es importante y que, en el caso de las charlas, el tono de voz y el lenguaje corporal sí importan mucho, aunque resalta que “sustancialmente, una charla depende sobre todo de las palabras”.
Anderson describe: son las palabras las que cuentan una historia, construyen una idea, explican lo complejo, defienden con razones o realizan un llamado a la acción convincente. Por ello, simplemente, nuestro autor llama a no dejarse arrastrar por una mala interpretación y poner más atención a las palabras.
Conforme recorremos las páginas del libro (editado por Paidós Empresa), encontramos que las palabras adquieren un peso especial cuando son correctamente seleccionadas y no caemos en la pereza de olvidarnos del receptor de eso que escribimos o, peor aún, en la infructuosa búsqueda de sinónimos que no lo son.
No tendríamos que ir muy lejos ni a otros tiempos para concluir que al autor le asiste la razón. Usaremos, pues, palabras más precisas y poderosas, sobre todo si redactamos de la manera correcta y, si nos colocamos en la mente de los destinatarios de nuestros mensajes, y no solo escribimos desde la nuestra.
El hecho de que TED limite las charlas a 18 minutos de duración obliga no solo a ser más precisos, más reflexivos, sino también a ser más inteligentes en el uso de las palabras. Sobran ejemplos de conferencias de larga duración, con diapositivas deslumbrantes, que no dejan beneficio ni huella en el público.
Pretender ser más concretos exige poner las ideas de una manera más ordenada, es decir, redactar correctamente. Se dice que una imagen dice más que mil palabras, pero ahora que los textos (sobre todo en medios escritos) difícilmente tienen esa extensión, elegir las voces precisas es un reto que vale la pena afrontar.
¿Cómo lidiar con el problema de aplicar de mejor forma el lenguaje preciso en el mundo de los seguros y de las fianzas? Abogados, vendedores, mercadólogos…, todos, saben de la dificultad que entraña comunicar con efectividad algunos aspectos de estos servicios financieros, pues semejante limitación hasta deriva en conflictos cuya solución puede ser costosa.
En seguros y en fianzas, la creatividad extrema, a la hora de la expresión verbal, suele conllevar peligros; al final, a la hora de hacer valer los conceptos por la vía jurídica, lo que cuenta es lo escrito. Claro, las decisiones con base en la buena fe, los arreglos de distinta naturaleza, parecerían restarles fuerza a las palabras.
Pero creámoslo: las palabras sí importan.