México se encuentra en el umbral de un cambio de gran trascendencia. Estamos a solo 15 días de que se materialice un cambio importante en la estructura política y en la manera de hacer las cosas.
Sin duda, este cambio nos va a afectar a todos de alguna manera, para bien o para mal. Esperemos que dicha afectación no sea de algún modo profunda y persistente.
No soy una persona con una concepción maniquea de la moral. La visión que voy a comentar no implica que considere todo o blanco o negro, porque estoy convencido de que siempre existen excepciones; sólo quiero dejar en claro que comento a continuación lo que alcanzo a observar desde el punto de mira en el que me encuentro.
Aunque vivimos una democracia, pienso que ésta se lleva a cabo de una manera muy particular, al puro estilo mexicano. Durante más de 70 años, un partido estuvo en el poder de manera hegemónica. Después fue vencido por el principal partido de oposición, cuyo triunfo se debió, más que a la realización de un buen papel, al gran descontento de la sociedad.
El partido que en ese entonces sustituyó al largamente dominante desperdició, en mi opinión, la oportunidad de oro que se le presentó al concretar la posibilidad de la alternancia. En un proceso de erosión implacable, se esfumó la esperanza. Después de 12 años de gobierno, en los que para mí, aun con todos los defectos de ambos periodos, hubo avance y mejoría, volvió a las sombras de la subordinación política, sobre todo por falta de liderazgo y cohesión interna. Volvieron a ser vencidos por el partido hegemónico.
El viejo partido que había dominado casi todos los ámbitos de la vida política e institucional del México moderno regresó; y se comportó en esta nueva etapa no sólo como queriendo desquitarse de los 12 años de ausencia, sino incluso como si supieran que ya no estarían una vez más en esa posición de preeminencia.
He escuchado a mucha gente decir que el problema de México es ese partido históricamente hegemónico, pero yo pienso que las cosas no son así.
En un principio pensé que el problema de México era lo que yo llamo la familia política mexicana; es decir, los políticos en general, ya que, en mi opinión, en México no hay ideologías. Hay intereses. Vemos a personajes supuestamente arraigados en un partido brincar como chapulines a otro y cambiar la camiseta como si cualquier cosa fuera.
También esa dañina casta a la que denomino la familia política mexicana tiene unas características muy marcadas: no pretendo generalizar, pero no recuerdo a un solo miembro de esa clase que tuviese una decidida tendencia a servir, y no a servirse de México.
Durante las últimas tres décadas del partido hegemónico se desprendió un grupo para formar otro disfrazado de izquierda, el cual a su vez sufriría más tarde una escisión debido a diferencias entre sus miembros, cisma que terminó por dar a luz a un nuevo organismo político que obtuvo una meridiana victoria en estas recientes elecciones.
El hartazgo de la mayoría de la sociedad mexicana frente a un sistema que se gestó durante décadas nos ha llevado ahora a un cambio en el que prima la incertidumbre y del cual es difícil predecir lo que ocurrirá con el destino del país.
Estamos a solamente 15 días de arrancar un periodo totalmente diferente, en el que puede ocurrir cualquier cosa. La familia política mexicana se irá acomodando y arremolinando en la órbita gravitacional de este nuevo grupo, el cual sigue a un líder que buscó la presidencia durante 18 años o más (cosa que sería bueno no olvidar), basado en el mucho tesón que siempre lo ha caracterizado (hay que reconocérselo), por lo que finalmente lo logró. Ahora bien, yo pienso que dicho triunfo obedeció más que a cualquier otra cosa a la desesperación de la ciudadanía por encontrar un cambio y al hastío de padecer siempre lo mismo en la esfera política de la vida. Es entonces inminente una nueva etapa política e institucional en la cual el primer mandatario tomará efectivamente las riendas de este país (y decimos “efectivamente” porque parece que desde el anunció de su proeza comicial las tomó, lo cual es algo que tampoco habíamos vivido antes, ni con tal contundencia), una asunción y ejercicio político en el que tendrá menos contrapesos que cualquier otro titular del Poder Ejecutivo en la historia moderna de nuestro país. El presidente entrante estará rodeado de gente que no necesariamente es la más experimentada en las tareas que desempeñará, eso nadie lo va a discutir, y se encontrará con un país dividido y con un empresariado que siempre se ha acomodado (y parece seguir acomodándose) para ser el comparsa eterno del gobierno en turno.
En mi muy personal análisis de la situación política de este país, existe además una causa importante por la que nos encontramos en la coyuntura actual. Me refiero a la actuación (o, mejor sería decir, abstención) de la sociedad mexicana, a los ciudadanos.
Los ciudadanos hemos pecado de omisión y hemos utilizado toda nuestra energía para quejarnos y criticar, pero no hemos sabido organizarnos para hacer consejos ciudadanos que nos invistan con la dignidad de mandantes, función que nos otorga la forma de gobierno que hemos elegido.
Hoy es tiempo de actuar si queremos tener un México mejor. Pero al poner en marcha cualquier acción, así sea la más tímida, no solamente podemos culpar de nuestros males a esa clase política que tanto criticamos; tenemos que ser conscientes de que nosotros, como ciudadanía, tenemos una gran responsabilidad, y eso lo hemos evadido a lo largo de generaciones.
Sí, es verdad que esa casta política ha hecho cuanto ha querido, pero siempre que busco respuesta a cualquier situación me viene a la cabeza alguna frase o dicho de la sabiduría popular; y en este caso no puedo dejar de fijarme en aquella que, aunque profundamente racista por haberse originado en otro contexto social de nuestra historia, dice: Tanto peca el que mata la vaca, como el que le agarra la pata.