Juan me compartía en una sesión: “Me siento pleno, estoy en un momento en el que nada me falta, y tampoco necesito a Dios en mi vida. Me ha decepcionado de todas las formas posibles”.
Es verdad. A veces parece que Dios decepciona y estorba a muchos, y al mismo tiempo, cuando presenciamos un rayo en medio del picnic de la vida, probablemente acudimos a su consuelo; y, si no lo aclamamos directamente a Él, buscamos medios que, desde nuestros ojos, lo sustituyan: un brujo, un terapeuta, un cuarzo, abrazar un árbol, etcétera. Se dice que “En las trincheras no hay ateos”. Por naturaleza humana, se anhela sentirse protegido, cobijado.
Los científicos han analizado por qué la religión puede concebirse como una herramienta para ser resilientes; y, aunque no han encontrado respuestas contundentes, han concluido que la creencia en un Ser Superior se encuentra en la naturaleza misma del ser humano.
¿Por qué la religión brinda posibilidades para la resiliencia? Porque su poder radica en que, en situaciones complejas, podemos vivir algo que se conoce como “la transferencia de la responsabilidad”, que significa: descansar, reposar y aceptar que no somos los dueños totales de nuestra existencia. “Transferir la responsabilidad” a un Ser Superior alivia, brinda un respiro. Es la rendición absoluta: las cartas antiguas, por ejemplo, se firmaban con la locución latina: “Deo volente”, que significa “Si Dios quiere”.
En los grupos de Alcohólicos Anónimos se han comprobado los beneficios de creer en un Ser Superior. En su famoso Libro Azul expresan: “De pronto comprendimos que Dios está haciendo por nosotros lo que por nosotros mismos no podemos hacer”.
Dios no cae del cielo: un bebé no nace creyendo en Dios. La conformación de nuestra creencia radica en la forma en la que nuestros padres nos acercaron a la creencia; como esponjas afectivas que fuimos de niños, adoptamos lo que nos compartieron y después decidimos si las mantenemos o nos rebelamos.
Fui formada en una familia creyente y en mi historia personal he encontrado testimonios de esta creencia. Un tío muy especial, a quien le quiero dedicar este artículo por haber dejado este mundo en días pasados, se encargó de recordarme día a día que en las situaciones más complicadas y difíciles que vivió se mantuvo firme en su fe. Refutaba el famoso “Ver para creer”, y afirmaba: “En realidad, es más bien creer para ver”.
Decía: “Yo no discuto con el que no cree, simplemente pienso: ´Se la pierde´. Alguna vez le pregunté “¿Dónde estará Dios en medio de todo esto que pasa?”, y sabiamente me contestó: “Está donde tú lo hayas decidido poner”.
Si la religión no existiera, ¿buscaríamos sustituirla? Seguramente sí. Lo irónico es que somos seres tan libres que elegimos ante quién o qué arrodillarnos. El Gran Inquisidor de Dostoievski así lo muestra en el diálogo del Cardenal con Jesús: “¿Para qué nos hiciste libres? ¿No era más fácil que nos hincáramos ante ti?”. Es cierto, la libertad inspira mucho temor: a veces se torna más compleja la decisión de creer o no creer.
Y, aunque la verdad no es democrática, reflexiono: “Si en el mundo existen tantos millones de personas que invocan a un Ser superior, ¿estarán equivocadas?”.
Y, si no crees en Dios, al menos no te sientas el director de la orquesta. Es mucha responsabilidad.
Me enamora el pensamiento de Blaise Pascal, que dice: “Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque, si después no hay nada, nunca lo sabré cuando me hunda en la nada eterna; pero, si hay algo; si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”.