El 14 de febrero se celebró el Día del Amor y la Amistad, y quisiera reflexionar sobre cómo vivimos el amor, concebido como el motor del mundo.
Una mujer asistió conmigo a terapia y expresó: “He sufrido mucho por amor. Ya no quiero sentir. Me retiro del campo. Sólo quiero disfrutar”.
Bajo esta premisa de “no quiero sufrir por amor, sólo quiero diversión o vivir el momento” nos quedamos con un amor infantilizado, colmado sólo de sensaciones, con exigencias erróneas, y hasta caprichosas; como un niño que reclama un dulce que en ese momento es imposible obtener y que demuestra así una incapacidad existencial para afrontar la vida con sus vicisitudes y para aceptarla desde su naturaleza misma.
En este mundo, marcado por la prisa, por la premisa de obtener más y más, el amor también en ocasiones se ha convertido en un producto consumible.
Hace poco vi el video de una mujer que resaltaba la importancia de mantenerse atractiva físicamente para atraer a un hombre exitoso. La inversión en todo lo que mejorara su aspecto le redituaría poder relacionarse con un hombre de dinero y que, como consecuencia, él fuera generoso.
¿Qué estamos entendiendo por amor? ¿Un fondo de inversión? ¿Algo en lo que invierto y tarde o temprano tiene que redituar o, de lo contrario, provocará frustración y decepción?
¿Estaremos pensando que el amor implica sólo eso? ¿Atender las necesidades (o, a veces, necedades) propias? Entonces, el amor se convertiría en un amor ficticio: el que se da, pero habiendo sacado las cuentas previamente. Eso es sólo una transacción, un simple cálculo interesado.
El amor profundo tiene tres pilares: compromiso, pasión e intimidad.
Compromiso significa “querer-querer”. El amor no es de cemento. Es un acto volitivo que implica esfuerzo y dedicación.
Pasión: abarca sensaciones. Es el efecto agradable que tenemos al ver a una persona; que la piel se enchine; que abarque nuestros pensamientos y nos brinde risa y diversión. Pero, de quedarse sólo ahí, el amor me recordaría el dicho que dice que, cuando alguien se divierte como animal, se es feliz como un cerdo en un charco de lodo, y el ser humano sensible que busca la verdadera felicidad no se conforma sólo con eso.
Por último, la intimidad: la capacidad de vulnerarse, de desnudarse emocionalmente ante el otro provocando profundizar en el vínculo.
La raíz etimológica de amor la hallamos en el vocablo latino amor, de idéntico significado, y esta palabra latina tiene una raíz indoeuropea que se relaciona con amma, “madre”. ¿De qué se trata este afecto finalmente? De los vínculos que trascienden; de lo que persiste, aun cuando la persona ya no exista; del desprendimiento de todo egoísmo frente al otro. Bajo esta explicación, y justamente en este mes del amor, ¿a cuántas personas te atreverías a decirles que las amas?
¿Cuántos vínculos agradeces hoy que estén basados en el amor y de los cuales sepas que, aunque los años pasen y los siglos te alcancen, se mantendrán en tu memoria y estarán acomodados en un espacio de tu corazón?
O podemos pensarlo desde otra perspectiva: ¿cuántas de esas personas han provocado lágrimas por ya no estar en tu vida? Pero, si provocan lágrimas, también en el fondo ocasionan agradecimiento por haber existido y por haberte acompañado en algún momento de la vida. El duelo es el precio que tenemos que pagar por haber amado.
Entonces, ¿valió la pena el amor que sentiste? ¿O habrías preferido ni siquiera recordar su nombre? Aunque muchas personas no lo acepten y quieran negar el sufrimiento en la vida, en el amor cohabitan forzosamente las dos emociones: placer y dolor.
Por lo tanto, ¿será que debemos vivir sólo el momento, o debemos buscar trascender el presente para acumular riqueza afectiva para nuestro futuro? Espejito, espejito…