En la entrega anterior resaltamos la importancia del seguro como mecanismo financiero para propiciar la movilidad social. Dijimos que la reparación de las pérdidas que se anticipa y cuyo resarcimiento monetario se coloca en contratos evita distraer recursos para enfrentarlas cuando llegan, evitando que tal pérdida se convierta en la causa de condenas generacionales que anclan a las personas en una lacerante precariedad socioeconómica.
Hace unos días, en una de esas discusiones que se sostienen por las redes, un ciudadano aplaudía los apoyos del Gobierno destacando que eso les generaba a los receptores progreso y la percepción de estar presentes en la (alterada, digo yo) cabeza del político beatificado (o hasta santificado) por ellos. Evidentemente, hubo una cantidad enorme de mensajes que fluyeron por la red, unos para apoyar tal postura, otros para infligir una metralla de insultos por no estar de acuerdo con él. Ante la aparición de las descalificaciones, el debate terminó con la satisfacción del internauta, que, con toda certeza, se sintió vencedor.
La referencia anterior obedece a la concepción que se resaltaba en la entrega pasada: la ciudadanía concibe como ajena la obligación de cuidar su patrimonio, su salud y hasta su vida. La existencia de populistas consagrados sólo da alas a las percepciones irresponsables de quienes, a cambio de “apoyos”, pagan con veneración y alabanzas pero mantienen intacto su nivel de vulnerabilidad ante fenómenos naturales, humanos y legales que quizá posteriormente enfrenten. Esa postura no es exclusiva de segmentos específicos de la población; aunque, por obvias causas, la encontramos radicalizada en los más necesitados.
Educar a la población es un camino largo, sinuoso y agotador. No garantiza resultados inmediatos, pero sí inversión de tiempo y dinero, que muchos se niegan a aportar. La penetración del seguro, sobre todo en líneas personales, resulta insuficiente para sentirse satisfecho con los resultados. En temas patrimoniales, un fenómeno natural catastrófico, seguido de otro con diferencia de unas semanas, golpea inclementemente a estados, municipios y familias de las franjas costeras del Pacífico, lo que trae como consecuencia un elevado número de damnificados que el Estado forma para censar y medrar, puesto que otorgará apoyos. Y lo hará porque no hay dinero presupuestado para esos fines.
Las declaraciones de autoridades del propio sector resaltan la discreta penetración de coberturas entre la población, y recomiendan que esa misma gente considere al seguro entre sus principales adquisiciones para la próxima vez. La inquietud sobre cuántos de los damnificados son conocidos o hasta familiares de alguien que tiene relación con una aseguradora serviría para comprobar que el tema comercial (vender el seguro) se ha superpuesto al tema cultural (educar a quien luego comprará). Esa realidad se evidencia en el mismo gremio de los intermediarios, algunos de los cuales tal vez formen parte de esos padrones de damnificados que esperan un apoyo del Estado para enfrentar la pérdida de su patrimonio personal y familiar.
De lo anterior se origina la referencia que da origen al título de este artículo: “Dilo como es; vívelo como lo dices”. Esa frase, miles de veces pronunciada, la escuché por primera vez en la universidad, cuando cursaba la materia de administración de personal, en los albores de los años ochenta del siglo anterior. Esa frase se decía al hablar de las conductas de liderazgo que generan seguidores entre quienes las honran. El líder que dice las cosas como son y luego las vive como las dice genera seguidores que quieren emularlo. Quien, por el contrario, sólo habla pero no vive de igual forma genera rechazo entre aquellos que alguna vez intentaron seguirlo. El líder es entonces el principal actor de sus propios dichos, lo que nos lleva a preguntarnos la causa por la que muy pocos agentes de seguros son consumidores de sus propios productos, aunque todos los promueven afanosamente entre la población. ¿Será acaso que no se los ha entrenado en el desarrollo de ese liderazgo? ¿O tal vez sus formadores se han centrado en trabajar con la producción, no con la persona?
El tema puede sonar trillado, demasiado manido o hasta ya desgastado, sobre todo para quien está muy ocupado en el alcance de metas de producción. Se pasa por alto la realidad de que la consecución de esas metas de producción recae en quienes deben ejercer el liderazgo sobre los visitados para que las presentaciones concluyan en un cierre. Sin embargo, el simple objetivo del cierre forma parte esencial del trabajo de alguien que concibe su actividad como una labor de ventas, no como una oportunidad de liderar el cambio de conducta de los visitados para convertirlos en ciudadanos previsores. Ahora bien, si el intermediario no es previsor, ¿cómo podrá entonces pedir o desarrollar esa conducta en sus prospectos?
La actividad de intermediación concebida únicamente como un trabajo de ventas reduce la capacidad de hacer responsable al intermediario de asumir un liderazgo sobre sus prospectos y contactos. Por el contrario, quien asume esa responsabilidad y la vive en sus propias decisiones tendrá un elemento fundamental para avanzar en el logro de las metas. El tema se centra entonces en la forma en que se recluta, se capacita y se entrena a los intermediarios en ese aspecto conductual, además de los aspectos técnicos, administrativos y comerciales necesarios para desarrollar la actividad de ventas.
En entregas anteriores he sostenido que vender, asesorar y culturizar son factores de una ecuación que puede lograr ventas, elecciones o decisiones que fluyen desde el interior. Un vendedor genera ventas. Un asesor genera elecciones en sus asesorados. Un mentor genera un cambio de conducta en sus tutelados. Sólo que, con vender, el sector llega a sus resultados numéricos, lo que ha colocado en un nivel distinto (secundario) el tema de la asesoría y, sobre todo, el tema del desarrollo de una cultura de previsión. El prospecto que se niega a comprar es, en muchos casos, desechado por el asesor. Pocos son los que lo conservan teniéndolo presente para un futuro. Casi nadie lo acepta como un cliente potencial a quien sólo se le debe desarrollar la cultura de previsión implementando un programa de seguimiento periódico para aportarle información en ese sentido.
Quien ha comprado su seguro no es por ello más culto. Tampoco se puede decir que sea un ciudadano bien asesorado, puesto que lo ha hecho desde un portal que hasta un niño puede manejar, como pretende resaltar una conocida marca de corretaje. Recibir asesoría conduce a una elección, pero no por ello al desarrollo de una cultura de previsión. Quien decide asegurarse se documenta sobre el alcance de su contrato y explota la preparación del intermediario que lo atiende; posteriormente accede al desarrollo de esa cultura que lo movió a hacerlo buscando además que lo entrenen en la forma de usar su contrato llegado el momento de la pérdida. Es ahí, precisamente, en ese nivel, donde el agente de seguros tiene un campo de desarrollo inmenso y único como canal de distribución del seguro en nuestro país.
Claro que para poder hacerlo necesita decir las cosas como son; y luego vivirlas como las dice.