Soñé que llegaba a un planeta desconocido.
Los seres que habitaban este planeta eran seres físicamente iguales a los humanos; la diferencia era el color de su piel, un verde aceituna bonito.
Sus mujeres eran todas muy bellas.
El planeta era hermoso, de una vegetación exuberante, y soplaba un viento un poco húmedo, agradable.
Caminando por el lugar, de pronto sentí sed y entré en un lugar, una especie de restaurante.
—Me trae por favor un vaso de agua.
—¿Agua? ¿Qué es eso del agua? —me preguntó el mesero.
—Tengo sed —le dije.
—Tome erin —me respondió.
Me sirvieron en un vaso un líquido rosado, un poco viscoso; lo tomé.
Sentí que mi sed desaparecía; me sentía satisfecho.
—¿Así que aquí no conocen el agua? —pregunté.
—No. ¿Qué es eso?
—Es un líquido que también calma la sed.
—¿Y cómo es?
—Líquido, transparente, no huele a nada, no sabe a nada, no tiene color.
—Es una broma, ¿verdad? —me dijo el mesero.
—No. Es una realidad. De hecho, en la Tierra, si no hubiera agua, moriríamos todos.
—No le creo. Si el agua existiera así como usted la describe, sería un verdadero milagro. —Tiene usted razón —le contesté—. Es un verdadero milagro. Lo que pasa es que ya nos acostumbramos a verla, a tenerla y a disfrutarla, de modo que para nosotros ya es algo natural y normal.