Diciembre se caracteriza por ser la época en la que se tiene una disposición muy marcada para hacer una revisión del año que termina y reflexionar sobre los logros obtenidos, los aprendizajes acumulados, etcétera.
El año pasado elaboré un artículo dedicado a la COVID-19 en el que reflexionaba sobre cómo esta enfermedad nos había enfrentado ante la razón de la vida y otros dilemas existenciales. A más de un año de la presencia del padecimiento en el planeta, en este cierre de año el dilema es si este mundo, que se ha sostenido en el individualismo durante mucho tiempo, habrá evolucionado respecto a la manera de interrelacionarse.
Hoy hemos comenzado a recuperar esos lazos que se mantuvieron detrás de pantallas, e incluso hemos empezado a reconocernos físicamente después de haber tenido sólo la imagen. ¡Cuánto tiempo nos mantuvimos físicamente alejados de nuestros seres queridos! ¡Cuánto anhelamos poder abrazar a personas que para nosotros son significativas!
En días pasados tuve el privilegio de regresar al teatro, y la principal razón por la que quería asistir era porque finalmente conocería personalmente a mi ahora querido amigo Diego del Río, director de la obra. Es extraño pensar cómo se puede generar una relación sin tener la imagen completa de la persona. Esto me hace recordar a Sócrates, quien en el momento de su muerte expresó: “¡Por fin me veré libre de la estupidez del cuerpo!”, porque en realidad lo que nos vincula con el otro es su esencia, lo más profundo de su ser.
Para mí fue una experiencia maravillosa ver la obra The Prom, y no deseo compartir al lector ningún avance de ella, pero la puesta en escena me hizo reflexionar sobre la experiencia misma del amor. Considero que la obra nos convoca a celebrar la diversidad e invita al espectador a practicar la tolerancia y principalmente a integrar el amor como lenguaje universal, por lo que me pareció apropiado este mensaje para hacer una revisión de la capacidad afectiva que vivimos en este 2021.
Durante la obra me hice diferentes preguntas, como: ¿habré crecido en el respeto a la forma de existir del otro? ¿Pude desmontar creencias que perjudicaban mi encuentro con los demás? ¿Qué prejuicios eliminé de mi vida? ¿He sido capaz verdaderamente de amar? Y esta última pregunta me lleva a la definición más bella que he escuchado sobre el amor, escrita por Dostoievski: “Amar significa ver a la otra persona tal como la ha pensado Dios”.
Uno de los personajes de la obra expresa en cierto momento que quiere cambiar su forma de vida y dejar de pensar sólo en ella y comenzar a interesarse realmente por la de los demás. Y recapacité: ¿cuántas veces conscientemente me he interesado por el otro? O, más bien, ¿me he dejado llevar por un “pellizco de ego” en mi alma que distorsiona mi propia importancia? Este pensamiento me recordó a un maestro que tuve y que en una ocasión me dijo: “Si quieres ser terapeuta, tendrás que darte muerte cada vez que te encuentres con alguien. Aquí no importas tú; importa el otro. Debes anularte y suspenderte”. Esta condición en un principio me sonó como algo demasiado crudo, pero hoy comprendo que tiene un trasfondo cierto: vincularme con alguien implica verlo, estar para esa persona y anular juicios y pensamientos. Solamente entonces se da el espacio para generar un encuentro real.
Soy una creyente convencida de que, en vez de buscar una igualdad total entre las personas, sería fascinante aprender a celebrar las diferencias. En el arte, cada pieza es única, y no se busca que una sea parecida a la otra. ¿Será posible contemplar la obra que hay en cada uno de nosotros observando sin prejuicios lo que hace única e irrepetible a cada persona con la que se interactúa?
Dicen que el amor es ciego, cuando en realidad tiene los ojos verdaderamente abiertos: reconoce, valora y acepta la otredad. Subrayo: no tolera; acepta. Y, ampliando el concepto, no es sólo ver lo que hoy existe, sino contemplar la potencialidad, lo que está por develarse.
Si se quiere hacer una reflexión honesta sobre lo aprendido en este año, será conveniente analizar el crecimiento que se tuvo en la manera de interrelacionarse con los demás. Después de tanto tiempo de vivir con una “sana distancia”, considero que el desafío será lograr ahora una sana y trascendente cercanía.