En días pasados escuché una entrevista realizada a una viuda a quien le preguntaron cuál consideraba que había sido la fórmula para ayudar a sus dos hijos a afrontar la muerte de su padre a muy temprana edad. Me sorprendió su respuesta: “Afrontamos muy bien la pérdida porque jamás mencioné la palabra muerte. En esta casa está prohibido pronunciar esa palabra”.
Este mes, en el que se recuerda especialmente a las personas que hoy ya no están físicamente con nosotros, se tiene también la oportunidad para reflexionar sobre la experiencia misma de la muerte. Podemos aprovechar este espacio para compartir algunos pensamientos.
Definitivamente, la muerte es la única certeza que se tiene; y es extraño que, al mismo tiempo, sea un tema del que se evita hablar, como en el caso que cito de la viuda.
Algo curioso que nos ocurre como seres humanos es que hemos experimentado que personas cercanas (o no) mueren; pero difícilmente aceptamos que a nosotros mismos ese fin nos sucederá. ¿Será que se tiene miedo a la muerte? ¿O es más bien miedo a no ser lo suficientemente capaces de enfrentar que en realidad se nace para despedirnos? Un bebé tiene la suficiente condición para morir: la muerte no se cohíbe ante la edad, la condición física o el estatus social.
El reconocido terapeuta Irvin Yalom afirma que no es fácil tener una conciencia constante de la muerte porque ello sería el equivalente a ver de frente al sol; podemos verlo unos instantes, pero no es posible mantener nuestra mirada fija en él. No obstante, no podemos mentirnos ante la parte más profunda del ser: nuestro indefectible final en esta tierra. Esta conciencia es exclusiva del ser humano.
Sin embargo, la muerte tiene un cometido muy especial: es capaz de salvarnos de creer que siempre habrá tiempo; nos recuerda la finitud y nos apresura para el logro de las metas.
La muerte nos salva de cometer actos arrogantes u hostiles frente a otros porque nos obliga a pensar en el legado, en el recuerdo que se construye, en la manera en que nos recordarán y, sobre todo, en que nos extrañarán. Porque, si la presencia fue intensa, la ausencia también lo será, y entonces habrá valido la pena…
La muerte nos susurra al oído de forma constante, y a veces incómoda, que los actos cuentan, que tienen un significado. Comprender que la muerte no nos persigue sino que es compañera eterna de vida nos permite resignificar cada uno de los quehaceres, porque en ellos se deja una huella para los demás; una huella a veces involuntaria porque en muchas ocasiones ni siquiera se es consciente de lo que uno genera en otras personas.
Una persona en terapia afirmaba ante la posibilidad de su muerte: “Si un día seré nada, eso significa todo para mí. En vez de estar buscando explicaciones sobre el más allá, ese hecho me hace más consciente del ‘más acá’. Hoy tengo la oportunidad todavía de mostrar una actitud serena y digna cuando la muerte me encuentre y de que me recuerden también por esto”.
La muerte, irónicamente, permite conectar verdaderamente con la vida misma; existe una variedad de estudios que demuestran que, cuando una persona se encuentra con una experiencia cercana a la muerte y la supera, replantea su vida de forma distinta, acomoda sus prioridades con un orden diferente y también se relaciona consigo mismo y con los otros de una forma más compasiva y misericordiosa.
La muerte se encarga de evocar de forma constante que esta vida, tal como se vive, no le pertenece a nadie, no tiene propietario. Y, de acuerdo con sus deseos, podrá arrancarla el día y la hora que mejor le plazca.
En pocas palabras, la muerte hace que la vida importe.
Cuanto menos se viva la vida, mayor será la ansiedad por la muerte; de ahí que Nietzsche haya hablado de “morir en el momento justo”: la muerte pierde su cualidad aterradora cuando se consume verdaderamente la vida. El personaje de Zorba el Griego también lo menciona: “No le dejes a la muerte más que un castillo incendiado”. Es decir que, cuando la muerte nos llame, nos encuentre estando verdaderamente vivos.
Michel de Montaigne escribe: “No sabemos dónde nos aguarda la muerte: esperémosla donde sea. Meditar en la muerte es meditar en la libertad. Quien aprende a morir desaprende a ser esclavo”.