- REFLEXIONES
Por: Carlos Molinar Berumen / carlos@molinar.com
Hace cuatro décadas, cuando yo empecé a trabajar, la gente se jubilaba al llegar a los 60 años. En esa época se consideraba que una persona de esa edad entraba a la ancianidad y que ya no tendría la lucidez ni la fuerza para tomar decisiones adecuadas en una empresa.
Y así, con esa idea, incursionamos muchos en una carrera corporativa, empezando desde bien abajo (en mi caso, como auxiliar), con la idea de llegar a altas posiciones en compañías sólidas, para que al cumplir los 60 años nos retiráramos a descansar, ya que hubiéramos cumplido con dicho cometido.
Pero, como pasa siempre en esta vida, el mundo gira y cambian los paradigmas, y más nos vale cambiar con ellos y reinventarnos, porque de otra manera nos anquilosamos.
Hoy en día, ésa no es la visión de nadie. Una persona de 60 no es considerada anciana. Así es que no me imagino a un chamaco de 61 años, como yo, retirándose a ver novelas (aunque ahora hay muy buenas series en Netflix), porque, como bien reza un dicho de la sabiduría popular, aquel que deja de trabajar se va para abajo.
Aun cuando se contara con los recursos financieros suficientes para vivir holgadamente, sin tener que producir más, dejar de trabajar no sería sano, ni para el individuo ni para la estabilidad emocional de su familia, porque bien dicen las señoras: “un marido en casa es como tener el refrigerador en la sala. Hablando en plata, estorbamos.
Hoy en día estoy convencido de que, de ser posible, voy a trabajar (por salud física y mental), hasta el último día de mi vida, manteniéndome como un eterno aprendiz.
Además, pienso que todos nosotros debiéramos reservar los últimos años de vida productiva a la docencia, a guiar a jóvenes. Tenemos la obligación de transmitir el conocimiento que se adquirió durante la etapa laboral.
Aquellos que han creado un negocio propio deberían, desde mi perspectiva, tratar de que alguien (ya sea descendiente consanguíneo o no) les compre el negocio o lo mantenga a futuro. Porque debo decir que “los sueños no se venden; se compran”. Y, aunque la ilusión de cualquier padre es venderle el sueño al hijo para que éste siga con el negocio, si el hijo no lo compra para él, el negocio del padre significará solo eso, un negocio, y no se le dedicarán el empeño, el esfuerzo y la entrega que se requiere para que la hacienda traspasada rinda verdaderos frutos.
Y aquellos que nos acostumbramos a un salario, bonos, prestaciones, etcétera, debemos quitarnos el temor a dejarlos, para buscar una actividad que nos apasione y ejercerla por nuestra cuenta.
Yo sé que dejar la quincena es duro; pero, si tenemos la pasión por una actividad, la fortaleza, la determinación y la resiliencia para intentarlo una y otra vez, sin dejarnos abatir por los ensayos fallidos, acabaremos felizmente disfrutando de los mejores años de la vida en el ambiente que nosotros mismos hayamos diseñado.
Por fortuna, a los 56 años (hace cinco) yo me armé de valor y tomé una decisión de la cual no me arrepiento en lo más mínimo. Y hoy, a menos que en verdad no tuviera opción, no volvería a emplearme.
Mis actividades como mediador (negociador en conflictos de seguros), conferenciante, consultor, consejero, embajador de Fondo para la Paz (actividad que llevo a cabo para ayudar a los que menos tienen en nuestro querido México) y columnista de este querido periódico, lo cual me permite compartir con mis amigos y colegas aseguradores estas reflexiones, me alimentan espiritualmente de una manera tal que mientras el cuerpo aguante y la razón prevalezca seguiré activo, tratando de contagiar buen humor y esperanza y procurando dar el mejor ejemplo para mis hijos…, de ser posible, hasta el último aliento de mi vida.