Por: Raúl Carlón Campillo
Fiel a su agudo y atinado sentido crítico —patente en toda la historia de este medio informativo—, el actuario Bernardo Olvera refiere en su columna “A riesgo propio” la ocurrencia, bastante frecuente a últimas fechas, de llamar “seguro” a toda suerte de fondos públicos y fideicomisos administrados por el Gobierno federal, estatal o municipal para cubrir pérdidas derivadas de la manifestación de un riesgo natural y catastrófico que afecte a los sufridos habitantes de la megalópolis (mancerópolis, y antes marcelópolis), hoy flamantemente llamada CDMX (Ciudad de México).
El tema no es menor. Con gran boato se promulgó, no sin antes someterla a largas y cansadas discusiones, la Ley de Instituciones de Seguros y de Fianzas (LISF) —conjuntamente con la Circular Única de Seguros y Fianzas (CUSF)— para, según se afirmó, normar a las aseguradoras bajo las nuevas reglas de solvencia conocidas como Solvencia II.
El espíritu de dicho ordenamiento se centra en la protección de la mutualidad que se forma al transferir a una aseguradora un riesgo específico. La nueva Ley exige, en su contenido, la conformación de reservas, capitales de garantía y una estructura corporativa donde los dueños de una aseguradora se encuentren estrictamente vigilados para evitar riesgos de insolvencia.
La crítica del actuario Olvera no puede ser más atinada al referir, con el sarcasmo indispensable, que ahora ya se pueden ofrecer seguros catastróficos sin cubrir la necesidad de reservas técnicas exigidas por los ordenamientos anteriormente mencionados, esos que, insisto, fueron presentados con gran pompa en la anterior presidencia de la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas (CNSF). Pues bien, hasta este momento dicha comisión no ha emitido pronunciamiento alguno sobre la debilidad pública de llamar “seguro” a toda suerte de fondos que pretenden constituirse para amparar a quien tenga una pérdida, pero sin que obre de por medio solicitud formal, suscripción estricta del riesgo y, lo más elemental, un contrato que cumpla con las exigencias y formalismos establecidos en la Ley sobre el Contrato de Seguro.
La inquietud de algunos se fundamenta en los ordenamientos vigentes en este país para aceptar la transferencia de riesgos en modalidades reguladas llamadas seguros que, para poder operar, hacen exigible la constitución de empresas previamente revisadas por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), el pago de un capital mínimo de garantía y una estructura que acate los ordenamientos que tanto tiempo y trabajo costó promulgar. Este asunto amerita en opinión de los referidos inquietos, la intervención de la mismísima autoridad hacendaria y su brazo ejecutor, la CNSF.
Sin embargo, el daño que se causa con estos pronunciamientos populistas, en opinión de ese mismo puñado de inquietos (dentro de los que me encuentro), es mucho más grave al generar en la población una idea errónea de lo que es un seguro y la forma en que se puede obtener. Gobierno estatal y federal sucumben ante la insalvable tentación de usar un término que ellos mismos regulan; aunque, claramente, se identifica que dicha regulación es inflexible y contundente cuando se trata de particulares, pero se torna absolutamente flexible y hasta laxa cuando son ellos quienes lo usan.
El mismo sentido de “seguros gratuitos” debiera aplicarse entonces a los autos que pagan su tenencia y el parquímetro cuando, en colonias donde se cobra el uso de la calle para estacionarse, son implacables en el cobro de multas y colocación de aditamentos que impiden la circulación del propietario hasta que pague su multa; mientras, con absoluta impunidad, la delincuencia asalta, roba y agrede a la ciudadanía que, apurada, corre a poner monedas al parquímetro antes de que su llanta sea inutilizada por las “arañas” en esas mismas colonias.
El operador que revisa la vigencia de los boletos se hace acompañar de un policía mientras, a unas calles de ahí, los ladrones operan sin que las autoridades hagan nada por detener la inseguridad, al estar más ocupadas en infraccionar a un insolente ciudadano que cayó en falta al no pagar el uso de la calle para estacionarse.
La autoridad de CDMX “obsequia” con la cobertura catastrófica a quien le pague el predial. ¿Qué tal si también “obsequia” con la cobertura del auto a quien le pague el parquímetro o, por suerte, caiga en un bache o coladera que destruya la llanta y partes bajas del auto?
La CNSF, en su carácter de entidad reguladora del sistema asegurador mexicano, tendrá entonces que incluir en los ordenamientos aplicables a las aseguradoras la práctica de “seguros gratuitos” con que el Estado obsequia como premio por el pago de impuestos locales, que, bajo la aplicación de los ordenamientos aseguradores, deberán destinarse ahora a la creación de reservas técnicas.
La AMIS tendrá que pronunciarse entonces al enfrentar la competencia desleal de gobiernos que “regalan” seguros, mientras que las aseguradoras pertenecientes a dicha asociación deben cobrar primas para poder cumplir cabalmente con sus obligaciones.
La Amasfac tendrá que pronunciarse para intentar proteger a los afiliados que, ante la filantropía del Estado protector y magnánimo que “regala” seguros, ahora verán disminuidas sus ventas y, como consecuencia, sus fabulosos ingresos y premios; aunque, cabe subrayar, tendrán la tranquilidad de estar asegurados gratuitamente si pagan los impuestos locales.
Otro camino sería la corrección que las propias autoridades hacendarias hicieran a flamantes funcionarios públicos sobre el uso del término seguro. ¿Será que esto ocurrirá?