Está ahí, quietecita, con sus mejillas sonrosadas, la sonrisa congelada y el brillante pelo rubio recogido con un gran listón. Su compañera, sentada a su lado, viste un traje azul con olanes de encaje que lo hacen muy vistoso.
Más allá, nos vigila una cara morena enmarcada por una cabellera negra y rizada, con vestido blanco y zapatos rojos de charol. Lo que está frente a nosotros es una repisa llena de muñecas, todas ellas con ojos que parecen vernos y a la vez no nos miran, están vacíos, no hay un «alma» detrás de ellos.
Sabemos que no tienen vida, son figuras inertes. Sin embargo, la similitud de sus rasgos con los de una niña real, la perfección de su vestuario y esa mirada constante y penetrante, que nos sigue hacia cualquier dirección, nos hacen preguntarnos si no se moverán en cualquier momento. Las muñecas son tan antiguas como las grandes civilizaciones, se han encontrado vestigios de ellas en Egipto, Roma y otras regiones.
No obstante, no sólo fueron juguetes, también se emplearon en diversos tipos de ceremonias.
Piezas de un ritual
En el Antiguo Egipto se fabricaban muñecas con trozos de madera rectangulares, cuya parte superior era más estrecha que la inferior, algunas con brazos tallados en la misma madera y todas sin piernas. Estas figuras, conocidas como muñecas paleta —por su forma—, eran decoradas con grabados y trazos de color. Cuando una niña moría, era enterrada con ellas para que la acompañaran en su nueva morada.
Durante el Imperio Romano se hicieron muñecas de barro, madera y hueso; también eran colocadas en los sepulcros de las niñas que fallecían para hacerles compañía. Además, antes de casarse las jóvenes ofrendaban una pequeña muñeca a Venus, la diosa del amor, como símbolo de que dejaban su niñez y se convertían en esposas y futuras madres.
En las culturas orientales también subsisten rituales relacionados con las muñecas. Por ejemplo, en Japón se lleva a cabo cada 3 de marzo el Hinamatsuri o Hina Matsuri —Festival de las muñecas—, donde las niñas muestran muñecas vestidas con los tradicionales kimonos. Estas figuras, heredadas de generación en generación, representan a los miembros de la corte imperial de la Era Heian.
Juega conmigo
En Inglaterra, durante la segunda mitad del siglo XVIII, algunas casas de artesanos elaboraban muñecas para venderlas como juguetes. No obstante, fue hasta principios del siglo XIX cuando diversos estudios psicológicos afirmaron que el juego es un elemento muy importante en el desarrollo de los niños.
Desde entonces, las muñecas adquirieron importancia como juguetes y su fabricación se incrementó. Inglaterra, Francia y Alemania eran los países que se disputaban el título de mayor productor de muñecas con cabeza, brazos y piernas de cera, y torso de tela.
En las últimas décadas del siglo XIX la demanda de muñecas creció notablemente, por lo que se usaron moldes para fabricar las piezas y se perfeccionaron los rasgos de la cara y su vestimenta. Además, se cambió la cera por caolín, que es más resistente.
En Francia, la elegancia de los vestidos de muñeca llevó a los fabricantes a hacerlas con el cuerpo y los rasgos de una jovencita y no de una niña. Esto provocó que los diseñadores de moda las utilizaran de modelos para lucir sus creaciones ante las cortesanas, para que se hicieran una idea de cómo lucirían los vestidos en el cuerpo de una mujer —en ese tiempo no existían los maniquíes—.
Los ojos pintados fueron reemplazados por ojos de vidrio, para dar más belleza al rostro. El cabello se hacía con mohair o con pelo humano y se incrustaba en la cabeza de porcelana.
Para las futuras mamás
Con el auge de las muñecas Poupée doll, como eran conocidas, la industria alemana se vio en desventaja, por lo que los fabricantes decidieron cambiar el diseño y optaron por fabricar muñecas a imagen y semejanza de niñas y bebés.
En 1910 salieron al mercado los bebés de carácter, muy similares a los verdaderos y que servían de entrenamiento para las «futuras madrecitas». A fin de darles aún más realismo, les pusieron ojos que se abren y se cierran con el movimiento, gracias a un contrapeso en los párpados.
Al paso del tiempo se han incorporado más «habilidades» a las muñecas, como dar pasos por sí solas, repetir palabras, comer, llorar, orinar, babear y demás. Esta mezcla de realismo y falta de vida es quizá lo que produce al mismo tiempo atracción y temor.
Para algunos son como pequeños cadáveres; a otros les parece que en cualquier momento cobrarán vida y… quién sabe qué les harán.
Fascinación y miedo
Las muñecas son esa clase de objeto que no puede causar indiferencia ni quedarse en la neutralidad: son amadas u odiadas. En el extremo de la fascinación están los coleccionistas que gastan grandes sumas de dinero para adquirirlas y cierto grupo de personas en los EE.UU., una especie de club de amantes de las muñecas que las tratan como a sus hijas y las llevan al parque, juegan con ellas, les organizan fiestas y les compran ropa de diseñador.
Por otra parte, hay quienes sienten repulsión al verlas, incluso un miedo irracional o fobia —llamada pediofobia—. Sigmund Freud, en su ensayo Lo siniestro (1919), explicó que «la circunstancia de que se despierte una incertidumbre intelectual respecto al carácter animado o inanimado de algo, o bien la de que un objeto privado de vida adopte una apariencia muy cercana a la misma, son sumamente favorables para la producción de sentimientos de lo siniestro», y puso como ejemplo de ello a «las figuras de cera, las muñecas ‘sabias’ y los autómatas».
Esta mezcla de fascinación y miedo ha sido muy socorrida en la literatura: en el relato «El hombre de arena» (1817), de E. T. A. Hoffman, el protagonista se enamora de una autómata; «La desdichada» (1994), cuento de Carlos Fuentes, describe a un joven obsesionado con un maniquí vestido de novia, mezclando una anécdota personal con el culto a Pascualita, un maniquí viviente a quien muchos veneran en la ciudad de Chihuahua. Por último, la historia «La muñeca menor» (1972), de la puertorriqueña Rosario Ferré, relata cómo una mujer se esfuerza en confeccionar muñecas idénticas a sus sobrinas.
Por si fuera poco, la aversión hacia las muñecas ha sido ampliamente explotada en el cine y la televisión para recrear juguetes poseídos por demonios o espíritus malignos.
Ejemplo de esto son películas como Dead of Night (1945), donde un ventrílocuo es poseído por su propio muñeco; el súper conocido Chucky (1988), la serie de filmes sobre marionetas vivientes y asesinas Puppet Master (1989), Dolly Dearest (1991), precursora de la más reciente Annabelle (2014), sin olvidarnos de la mexicana Vacaciones de terror (1989), donde una muñeca asesina estropea los días de descanso de una familia.
Lo cierto es que las muñecas, en muchas ocasiones, se asocian con la infancia, con miedos ancestrales que evocan tiempos pasados, cuando de niños, en la soledad de nuestro cuarto, por la noche, tal vez vimos unos ojillos brillando en la oscuridad, antes de taparnos bruscamente con las cobijas y temblar.
Vanessa Mena quiere aprovechar estas páginas para confesar que, aunque no le tiene miedo a las muñecas como tal, sí le teme a las marionetas, pues cuando era niña se traumó con una película.