Alguien soltó nuevamente el run run de la aprobación de una propuesta para despojar a los casatenientes de la plusvalía acumulada por su departamento o vivienda de sus sueños.
El argumento de la Cuarta Transformación —argumento que ya habíamos escuchado en voz del paladín del PRD capitalino, Miguel Ángel Mancera— es que, si compras una casa en un millón de pesos y 10 años después la vendes en dos millones, la diferencia es una ganancia que el generoso gobierno de la ciudad produjo prácticamente solo y sin otro propósito que buscar tu bienestar, con un alumbrado público renovado, la ampliación del pequeño parque de la colonia o una brigada nueva de policías.
No conozco con detalle la propuesta, que todavía está en veremos (afortunadamente), pero me atrevo a pensar que se calculará el valor de la propiedad a precios del año de adquisición: si compramos la casa hace 10 años, hay que descontar 63 por ciento de la inflación acumulada. El millón de pesos de 2009, convertido a precios de hoy, equivaldría a 1,630,000 pesos.
De tal manera que la famosa plusvalía generada —según esto, por un Gobierno que no deja de pensar en elevar la calidad de vida de los habitantes de la ciudad mexicana de que se trate— es entonces de 370,000 pesos, los cuales habrá que entregar a la administración local al momento de la venta. Según nuestras autoridades, no perdimos nada: simplemente devolvemos el valor excedente generado por nuestros benefactores para que ellos lo hagan llegar a esa multitud desconocida de beneficiarios o a los de siempre, esos de identidad harto repetida.
Pero esto no es tema de un gobierno populista de izquierda. La clase media mexicana ha recorrido todo el espectro de las ideologías con el mismo resultado: siempre le pasan la factura de los destrozos, ya sea por las carreteras y los bancos de los empresarios ineficaces, protegidos al grito de “hubiera podido ser peor”, o por las consecuencias económicas de la cancelación de un aeropuerto “fifi”, al grito de “hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre”, entendiéndose aquí que los bueyes son los espectadores clasemedieros, que desvían la mirada un momento del sendero donde labran el futuro de todos para escuchar la nueva resolución que traerá, a largo plazo por supuesto, el anhelado bienestar colectivo.
Los números cuentan una historia diferente: la ilusión monetaria nos dice inicialmente que “duplicamos” el valor de nuestra casa. Al aterrizarlo a pesos reales, nos damos cuenta de que ganamos únicamente el 23 por ciento, que equivale a una tasa anual de 2 por ciento. ¡Qué decepción! Si en lugar de comprar una casa hubiéramos puesto el millón de pesos en el banco, el rendimiento habría sido un poco mayor…
Por otro lado, disfrutamos de la casa y no pagamos renta. ¿De qué nos quejamos? Los números cuentan que este consolador razonamiento tampoco es real. La tasa de interés del banco es de 11 por ciento anual, sin contar seguros, gastos de escrituración ni, claro, impuestos.
Imaginemos a Luis, ascendido después de 20 años de trabajar en la aseguradora. Ahora es subdirector, y su sueldo mensual asciende a 75,000 pesos. “¡Al fin llegaron los buenos tiempos!”, le comenta a su esposa, Susana: podrán solicitar un crédito hipotecario para comprar la casa que han rentado durante la última década y podrán mandar a Luisito, su primogénito de 17 años, a alguna universidad privada; el imberbe quiere estudiar actuaría, y ya decidió que el ITAM es la humilde opción que más le gusta.
Luis sonríe confiado y se enfrenta con decisión a la hoja blanca, armado con su pluma BIC, la que no falla nunca. Va a hacer cuentas, sabedor de que nada está fuera de su alcance ahora que ha accedido a la esfera directiva de la próspera empresa donde trabaja.
“Vamos a ver, vamos a ver”, sonríe Luis a Susana, sentados a la mesa del restaurante seleccionado para festejar las buenas noticias.
Después de dos horas, el entusiasmo de la pareja se ha evaporado. Luis tendrá que trabajar muy duro, tal vez más de las 12 horas diarias que ya componen su rutina, para poder acceder a los bienes y los servicios que anhelan.
De los 75,000 pesos de sueldo nominal, casi 19,000 se los quedará el Gobierno por concepto de Impuesto sobre la Renta. ¿Quién le manda a Luis ganar tanto? La colegiatura mensual del ITAM es de 15,000 pesos; el predial de la casa que quieren comprar es de 1,000 pesos bimestrales, y el gasto por servicios de gas, agua, luz, internet y los cuatro teléfonos celulares de la familia asciende a 2,200 pesos.
Afortunadamente, la aseguradora tiene como prestación el seguro de Gastos Médicos Mayores y el de Vida. De no ser así, el monto que habría que pagar sería de 6,000 pesos mensuales. Luis ha pensado establecerse por su cuenta, pero Susana siempre lo detiene: las prestaciones de la empresa son su seguridad, y no están para arriesgarse.
Lo que terminó de arruinar la cena fue el cálculo de la hipoteca: necesitan un crédito de 1,800,000 pesos para sumarlo a sus ahorros y así poder comprar la casa, que, si bien antigua y con varios arreglos por hacer, es un lugar que han aprendido a querer. Además, el precio es bueno. Lo malo es que la hipoteca implica 22,000 pesos mensuales: la tasa de interés de 11 por ciento anual, más las primas de los seguros obligatorios de Vida y Daños los orillarán a empeñar el trabajo de varios años para beneficio de un sistema bancario que impone tasas muy altas.
La perspectiva de vivir con 10,000 pesos mensuales es sombría. Con el IVA de 16 por ciento y la subida de precios, apenas alcanzará para comida, ropa no muy seguido y algunas diversiones. Austeridad, trabajo duro y sacrificio. ¿Ahorrar? La hipoteca y su casa propia dentro de 15 años será el mejor ahorro posible, tratan de convencerse. Menos mal que hay aguinaldo, fondo de ahorro y vacaciones pagadas. Ni pensar en un trabajo extra independientemente de menos horas y más dinero, pero con riesgo y resultados a mediano plazo.
¿Y llevar a Juanito, su hijo menor, a una escuela pública? La educación que recibirá será de calidad insuficiente, con salones abarrotados y maestros condenados al “pase automático”, el escrutinio de padres y autoridades y la presión de una horda de alumnos consentidos que exhiben su poca educación y rebeldía a la menor oportunidad. “Mejor pagamos un colegio particular, sin que ello garantice una calidad superior, pero la ilusión nadie nos la quita”, resuelven, cabizbajos.
Y hablamos de una familia privilegiada, ubicada en la cuarta parte de la población con ingresos más altos…
Si pensamos la situación en términos de vida, la cosa es más clara.
De los cinco días hábiles de la semana, el lunes y un poco más son para el Gobierno. Apenas el martes a las 11:00 de la mañana empezamos a pensar en ganar algo para nosotros, hasta que el banco, de traje oscuro y gran sonrisa de vendedor de autos de segunda mano nos manda hasta las 16:00 horas del miércoles. Cuando pensamos que ya vamos a empezar a trabajar para nosotros, la universidad privada estira su educada mano y nos da un empujón hasta la tarde del jueves. Y nos convence porque Luisito va a estudiar en una universidad buena y podrá pagar sus impuestos, una hipoteca y una universidad decente para nuestro nieto, que esperamos que también se llame Luisito… ¿Déjà-vu? Más bien chorizo toluqueño, con esta historia que se repite.
Y regresamos a la plusvalía que el Gobierno quiere creer que es suya.
¿O sea que compramos una casa con nuestro ingreso recortado a una tercera parte y con unas tasas de interés que llevan el pago a casi el doble, y todavía debemos?
A Luis y Susana les queda entonces medio jueves y todo el viernes para ganar algo de dinero y poder ir al mercado, comprar algún trapo nuevo y caminar el fin de semana en la plaza con un helado de promoción en la mano; y, si se ponen espléndidos, irse al cine los cuatro.
Todo lo anterior, claro, si no llega el Gobierno con ganas de quedarse con la mitad del quinto día, el viernes, con aquello de la plusvalía fantasma. Ya no sé si es el quinto elemento, el quinto que no puede ser malo, la quinta transformación… o la quintaesencia de la desvergüenza.