El problema no es tropezar; el problema es encariñarse con la piedra.
Anónimo
Por: Óscar González Legorreta
oscar@ogl.com.mx
Queridos lectores, traigo a colación un tema que en lo personal me apasiona y que he analizado desde hace meses desde diferentes ángulos.
Son noticia de ocho columnas las tragedias que han ocurrido en diversas latitudes de nuestro país con traslados realizados por compañías que ofrecen servicios conocidos como movilidad alternativa y que genéricamente identificamos con la empresa Uber, aunque son muchas más las compañías y marcas que ofrecen esta modalidad de traslado de pasajeros.
Me atrevería a resumir que el reclamo ciudadano común es la falta de respaldo que, en el momento de un percance -el cual oscila entre el simple accidente automovilístico y llega hasta el homicidio-, se sufre con estas empresas. Si bien esta inconformidad es compartida, y hay casos terribles también en otros países, al menos, según mi juicio, en nuestro México tal reclamo ha sido relevante y revela muchos problemas sociales. Yo hasta lo llamaría una suerte de catalizador de ellos.
Comencemos por revisar cuál es el origen de estos servicios.
Un ciudadano como cualquier otro tiene espacios disponibles en su auto para trasladar a otras personas -ciudadanos como él- mientras va en trayecto a su destino.
Numerosos estudios revelaban hace tiempo el bajo porcentaje de ocupación de un vehículo de cuatro plazas promedio, que utiliza solo 25 por ciento de su capacidad, es decir, una plaza: la del conductor.
Llega la revolución de la tecnología: startups, Apps. Súbitamente, un creativo ata dos posibilidades: alguien está esperando un taxi o transporte urbano, quizá en hora pico, y no logra un lugar, y otra persona se traslada con espacio de sobra en su auto a un destino similar.
La app hace algo en extremo simple: le da a conocer a ambas personas la situación del otro, administrando en tiempo real oferta y demanda, generando “coincidencias”.
Me parece que hasta aquí no se pretendía sustituir los servicios de un profesional o el oficio de los taxistas; pero ocurre lo inesperado: al pasajero le resulta agradable trasladarse con alguien que cuida su auto, maneja como si fuera con su familia o amigos, comparte la música que escucha…, en resumen, actitudes que son sus propios hábitos de conducción. No se olvide esta reflexión, que resultará relevante más adelante: los hábitos propios.
El servicio se vuelve popular y empieza a trascender fronteras. Nació en San Francisco, California, Estados Unidos, pero pronto se hace global, se “viraliza”, como suele decirse en el argot de la nueva tecnología.
Llega a México así como se originó, normado, reglamentado, en su concepto original, personas que comparten espacio en un auto.
Y aquí es donde la tropicalización, me parece, revela nuestra problemática social y de país.
La clase media descubre que no estaba obligada a escuchar reguetón o cumbias (y no tengo nada en su contra) en un taxi común ni tenía por qué soportar el chasquido de dados o zapatitos colgados de un retrovisor en un vehículo destartalado y maloliente. Observa también que el conductor del nuevo servicio viste una camisa y un pantalón como el suyo, y no una camiseta agujerada.
La fascinación es indescriptible. Nuestro México ha arribado al siglo XXI y se encamina, ahora sí, al multimencionado Primer Mundo. Bueno, hasta se puede saber con anticipación el costo del viaje… ¡y pagar con tarjeta de crédito!
No abundaré más en otras características, como el uso de navegador para llegar al destino sin la necesidad de innumerables preguntas, la cortesía o el jazz del conocido Uber Black.
La demanda crece a un ritmo increíble. La diferencia frente al servicio de un taxi es avasallante.
Ocurre entonces un fenómeno que diferencia al concepto original de lo que hoy presenciamos: los inversionistas, la mano invisible del mercado, observan una tasa de retorno muy interesante para aquel que compra o arrienda un auto y lo hace un Uber; entiéndase aquí la marca como un genérico, pues se aplica para todas las plataformas existentes: Cabify, Yaxi, etcétera.
Pero ¿quién lo va a “operar”?, como se denomina en el lenguaje de estas aplicaciones; o, como diríamos cristianamente, ¿quién lo va a manejar? Pues un chofer cualquiera, ¿no? Manejar, conducir, es algo muy simple, y eso es lo que se requiere, ¿no?
Pues no, y ahí es donde estriba mi reflexión.
Comienzan a dejar de cumplirse los preceptos no escritos del modelo. Ya no se integra por “iguales”. Ya no existe el compartir el espacio vacío de un auto durante un trayecto. Una de las partes, el pasajero, continúa más o menos igual; pero para el conductor es otra la historia.
De entrada, esto se vuelve un trabajo de tiempo completo o parcial, pero en el que el reto es obtener la mayor cantidad de dinero por tiempo trabajado, muy distinto al dinero extra que ganaba alguien por uno o varios traslados ocasionales. Por otra parte, como es una tarea muy simple, el nivel de ingreso ofrecido por hora es muy bajo. El inversionista quiere una tasa de retorno generosa.
No es muy difícil imaginar en este contexto quién aceptará esa tarea de operador: alguien cuyo perfil sólo puede brindar el requisito mínimo de saber manejar un auto.
Un estrato social numeroso de nuestras comunidades aparece para desarrollar este rol. Es justamente el mismo individuo que antes manejaba un taxi. Es una persona con poca educación -otro día discutimos las oportunidades de las que ha gozado en la vida-, con nada o casi nada en común con su pasajero. Muestra un nivel sociocultural pobre. Regresa al gusto musical y ornamental que ostentaba en su empleo anterior y se preocupa poco por el auto. De últimas, no es suyo; es “solo” su instrumento de trabajo.
Hace evidente nuestro problema social: poca educación. Poco respeto por el prójimo. “Yo voy primero” es una máxima que hace patente desde cómo maneja hasta cómo toma o rechaza los servicios. Son sus propias costumbres.
Y llegamos al tema de seguridad. ¿Qué control de confianza será suficiente para un modelo de negocio en el que lo que se evaluaba era a un ciudadano común que iba a compartir su auto con otro? Seguro es diferente del modelo en el cual un trabajador, sin salario, sin prestaciones, con un perfil educativo y técnico muy pobre y, lo más delicado, con un revanchismo social engendrado por generaciones va a estar sentado a pocos centímetros de la clase opresora: un “rotito”, “fresa”, “juniorcito” con tarjeta de crédito.
En mi opinión el resultado es muy simple: acercamos leña al fuego.
¿Es Uber el problema? No, en mi opinión. En nuestra sociedad, la brecha económico-social es enorme, lo que no ocurre en otros países que adoptaron el servicio.
¿Debería cambiar Uber su nivel de involucramiento? ¿Hacerse responsable de estos nuevos taxistas? ¿Cómo podría? Son sólo una empresa de tecnología que a través de un celular busca coincidencias.
Las protestas son numerosas. Se dice que Uber debe hacer algo. Y yo me pregunto: ¿ese algo es resolver exactamente el mismo problema de seguridad y calidad de servicio que teníamos en los taxis de antaño?
Personalmente creo que como sociedad cerramos los ojos a la realidad. Ninguna empresa privada va a resolver la desigualdad social. No es su función. La tormenta ya existía. Ellos sólo llegaron al barco. Los que sí es verdad es que el reto que enfrentamos se ha revelado de forma grotesca.
El lector tiene la última palabra.