El número de repeticiones se incrementa por cuarta vez en un año, sin retraso ni desviación de lo programado: Juan Carlos respira orgulloso mientras sacude de sus manos los restos de metal oxidado.
Lagartijas, abdominales, sentadillas y elevaciones de su propio cuerpo sobre la barra constituyen la rutina básica ejecutada sin omisión ni desmayo desde hace varios meses. Los transeúntes lo observan ya sin curiosidad, apurados por llegar a su destino en la mañana otoñal.
Instalado en su lugar de costumbre en el exterior del café de siempre, él observa a su barista favorita aproximarse con la bolsa de papel de estraza, en cuyo interior se adivina el bollo con mermelada de todos los días. Ella también le entrega un café cargado en un vaso desechable genérico y comenta la noticia del día: la nueva rebelión de los “chalecos amarillos” franceses. Él diserta brevemente; ayer hojeó varios de los periódicos que la cafetería pone a disposición de sus clientes y está enterado a detalle de eventos y tendencias.
A través del cristal de uno de los grandes ventanales, él sigue el trayecto de la chica hasta la barra y distingue las mesas blancas y negras, el escaparate de granos de distinto color, el molino rojo, el mostrador de bocadillos salados y la enorme cafetera, que suelta los aromáticos vapores de la exclusiva mezcla de robusta prima lavado con un susurro que él apenas adivina.
La bolsa de papel está en un puño, y el vaso descansa apoyado sobre la plana superficie mientras él contempla en el cristal su imagen y el reflejo del sol que ya se insinúa: la barba está ahora un poco más crecida, rasgo indefectible del que va a horcajadas sobre su novedosa rebeldía de a la vejez viruelas para convencer a todos, menos a sí mismo, de que nada le importa.
Sorbiendo con infinita calma, sus entrecerrados ojos recorren el establecimiento, donde distingue a los clientes habituales, con quienes a veces conversa del tema que le propongan, convertido en un camaleón que lo mismo comparte recetas de cocina, rutinas de gimnasio o las fluctuaciones en los precios de bienes raíces. También suele practicar su inglés con un analista bursátil retirado, quien usualmente rebate su percepción sobre las perspectivas económicas del año.
Al fondo del local, un hombre mayor, solo, consume un café.
Juan Carlos levanta las antenas y aleja el vaso por un momento para concentrarse en el desconocido. La sorpresa casi lo hace derramar el café caliente sobre sus piernas: es Tomás Valverde, quien lo reemplazó como director de Finanzas en la aseguradora después de su abrupta salida. ¿Qué hace tan lejos de sus rumbos? Son por lo menos 20 kilómetros de distancia a las oficinas, y otro tanto a su casa, ubicada en el norte de la ciudad. Le es difícil reconocer a su antiguo aprendiz en ese viejo de cabellera blanca, traje que cuelga sin sostén y zapatón de bruñido impecable que parece a punto de quebrar, por pura gravedad, el delgado tobillo.
Como director de Finanzas, él enseñó a Tomás los secretos de la contabilidad financiera, promovió dos de sus ascensos y le confió el crítico manejo del deudor por prima, principal fuente de efectivo de la empresa. A cambio recibió la misma mirada asustada de todos cuando los gritos y golpes sobre el escritorio, durante su segunda crisis, explotaron por aquella nimiedad, por aquel reporte corregido seis veces al inútil de González.
Cuando amainó la tempestad del escándalo armado por Juan Carlos, Tomás se sumó a la indiferencia general disfrazada de amabilidad, hermana fea de la peor condescendencia, en espera de la caída de la guillotina sobre el cuello marcado con línea punteada.
Juan Carlos recuerda sus noches de insomnio, doblado sobre sí mismo por el agudo dolor en la boca del estómago, y sus días de angustia, marcados por el balanceo involuntario para detener el ataque de ansiedad provocado por el retraso del cierre, los malos resultados de la empresa y la campaña en su contra.
Al principio mordía la almohada y se refugiaba en un rincón de la cama; pero después de un tiempo, sueltas las amarras de la prudencia, despertaba a su esposa y la arrastraba a la mesa del comedor para compartir con ella, en un monólogo proferido a borbotones, el diagnóstico, comprobado una y otra y otra vez con base en el análisis horizontal y vertical y las razones financieras.
El recuerdo de su público estallido lo acosa puntual; cada día, sin falta, rememora en cámara lenta el terror en los ojos de todos. No pudo detenerse, desdoblado como estaba entre un intento amable de silencio y un impulso irrefrenable por dejar claro a ese hatajo de incompetentes su hartazgo por los errores de gestión, de registro, de operación, de comunicación, de control interno, de manejo de personal, de criterio y hasta de la más elemental educación.
Uno de sus habituales, abogado de profesión de invariable atuendo de pantalones holgados con tirantes, saco de corte impecable y corbata de moño con figuras de animales, se acerca a despedirse reiterando su oferta de trabajo para hacer algunas traducciones de disposiciones fiscales. Juan Carlos también ha recibido propuestas laborales para resolver cuestiones contables, realizar análisis financieros y tramitar permisos ante autoridades. Todas han sido, si no rechazadas, sí pospuestas indefinidamente, pues él sabe que no tiene cabeza; prefiere seguir vagando sin rumbo mientras los demonios no lo abandonen en sus largos días de inmovilidad apurada.
Fueron muchos años de catorce horas diarias, encorvado sobre el escritorio para revisar reportes y asistir a conferencias telefónicas de tres o cuatro horas con el micrófono en silencio para atender simultáneamente otros asuntos; años de acudir a las juntas de revisión de resultados, evaluación de personal, revisión de acciones de venta o de cobranza, validación de ajuste de un siniestro grande y mil temas más, ya fueran para orientar con disimulo las acciones del colega incompetente o para escuchar la catarsis del jefe, poseedor de todas las soluciones, quien adoraba el sonido de su voz.
Maniatado por el mandato paterno que imploraba seguridad, Juan Carlos estudió contabilidad y buscó el amparo de una empresa grande para garantizar estabilidad y un ascenso casi programado basado en la meritocracia. Alcanzado su propósito, las reuniones quinquenales de aniversario le permitieron acumular anillos, relojes, viajes a destinos nacionales o foráneos y hasta un subcompacto, con el que obsequió a su hija cuando ésta entró a la universidad.
Aquello fue demasiado. Con la salud minada, la resistencia reducida a mínimos y la cabeza en permanente búsqueda de escapatorias a pesar de sus esfuerzos de concentración, el estallido era inevitable, tomada la plaza por un inconsciente harto de presiones, exigencias y jornadas sin fin.
Juan Carlos se levanta del quicio en el que todas las tardes se acurruca, que alfombra con cajas de cartón; sacude su saco, que no esconde los codos de la raída camisa, y camina por su calle, pegado a la jardinera del local.
En un instante eterno, él se aproxima al ventanal tras el cual Tomás disfruta su café en el interior del establecimiento; el ejecutivo ha pedido también un pastel de tres leches, especialidad de la casa, y hojea el periódico del día.
A través del cristal, Juan Carlos observa a su antiguo pupilo, quien deja clara su aversión al menesteroso con un gesto despectivo e incluso se coloca una mano al lado de la cara para bloquear la visión del hombre que lo contempla detrás del cristal.
Juan Carlos golpea la ventana con los nudillos para llamar la atención de Tomás, quien finalmente dobla el periódico con un movimiento brusco y lo observa, reconociéndolo al instante. Juan Carlos golpea nuevamente el cristal para detener la marcha hacia el exterior de su antiguo colega y levanta ambos pulgares con una sonrisa, indicando que está bien, que todo va bien.
Tomás sale a la calle para encontrar a su antiguo jefe, quien sólo lo observa desde una distancia ya insalvable, escondido detrás de un árbol.